jueves, 14 de agosto de 2008

Juan Manuel Garrido Wainer, Pensar en chile, dos ideas sobre el libro de Patricio Marchant.

En Araucaria – Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, nº3, Madrid, Primer Semestre del 2000, pp. 148-164

Pensar en Chile[1]
Dos ideas sobre el libro de Patricio Marchant


A propósito del pensamiento, grandes espíritus en nuestro Chile, entre sí todo lo divergentes que se pueda esperar, coincidieron en que no conseguiríamos articular uno que fuera “nuestro” sin consagrarlo del todo y exclusivamente a lo suyo, “nuestra realidad”. La pregunta: ¿qué debemos, nosotros, pensar? devino el programa legítimo y legitimador de un pensamiento de lo chileno: lo demás es imitación, corrosiva y sofisticada imitación. Y lo menos que puede decirse es que la tarea nos aturde: imagínese no más la aventura de un pensamiento que debe construir su objeto antes de que éste lo aborde, lo asalte, lo exceda, lo obligue incluso. Para determinar con mayor claridad cuál es la escena de origen que nos “aturde” con esta exigencia de originalidad, podemos recordar palabras de Andrés Bello, el venezolano que entre tantas otras labores hizo la de primer rector de la Universidad de Chile. La fundación de esta universidad, en 1843, es decir unos treinta años después de comenzado el proceso de Independencia, no tuvo otro sentido que el de instalar, por primera vez y para siempre, una universidad del todo y exclusivamente chilena, una cuna del saber chileno acerca de lo chileno: “El programa [Bello utiliza la palabra en su sentido curricular] de la universidad es enteramente chileno: si toma prestadas a la Europa las deducciones de la ciencia, es para aplicarlas a Chile. Todas las sendas en que se propone dirijir las investigaciones de sus miembros, el estudio de los alumnos, converjen a un centro: la patria”[2].
Según entiendo, a nuestros emancipadores intelectuales del siglo XIX nunca les importó mucho si la tarea de pensar en Chile se reducía a la mera aplicación de teorías importadas, pues, como ya lo decía Aristóteles, o lo diría, aplicar es ante todo saber aplicar, y saber aplicar implica saber conjurar la ciega imitación. Para aplicar correctamente un saber se debe comprender correctamente el dominio de aplicación. ¿Pero cómo alcanzar esa “correcta comprensión” del dominio de aplicación sin estar ya implicados en lo que tomamos prestado del mundo europeo, sin estar ya proyectando sobre nuestros propios hechos una textura preconfigurada, etc.? Patricio Marchant (1939-1990), el filósofo chileno de quien voy a hablar[3], le reprochaba al crítico literario y novelista chileno Jorge Guzmán, autor de un libro titulado Diferencias latinoamericanas, su mala fe respecto de la “bibliografía secundaria” que utiliza cuando lee a Gabriela Mistral. Guzmán utilizaba más “teoría europea” de lo que creía y quería; concretamente buscaba “diferencias latinoamericanas” empleando conceptos de los más universales, y en una poeta que no escribía en mapuche sino en castellano. A Marchant no le gusta que nuestros intelectuales busquen diferencias principiales y esenciales que nos permitan entendernos a nosotros mismos, porque esa búsqueda sigue operando conforme el más riguroso y universal movimiento de la Selbstbewußtsein, como sucede por ejemplo con el consabido mito de la violencia y mestizaje raciales, me refiero al de la Malinche, donde nos comprendemos huachos, y entonces leemos a Lévi-Strauss y a Freud y a muchos más para seguir entendiendo nuestra huachidad, y acabamos no sólo identificándonos con y a través de vertientes centrales y milenarias del pensamiento europeo, sino que al mismo tiempo reclamamos la más extraordinaria exclusividad latinoamericana. Marchant no le perdona a Guzmán, por ejemplo, el menosprecio que deja translucir hacia los seguidores latinoamericanos de autores franceses que en Chile llamamos “post-modernos”, como J. Derrida y J. Kristeva; y le recuerda cómo nuestra poeta habla de esa “orilla oscura del mediterráneo”, que no es otra orilla, sino “donde el hombre parece un primo hermano del indígena americano”, y le recuerda la procedencia argelina y hebrea de Derrida, y la búlgara de Kristeva, y le habla de cómo Nietzsche nos es imprescindible justamente por ser el primer gran filósofo europeo anti-europeo de este último tiempo...
Cuando en Bello se formula la exigencia de saber qué pensar, no se formula con ello que tengamos que responder “algún día” con una respuesta definitiva que haga las veces de un “punto de partida” sólidamente instalado, y que “algún día” tengamos que por siempre jamás eliminar los libros europeos de nuestras bibliotecas al fin independientes y desarrolladas. Me parece que esa exigencia sólo se restringe a subrayar y a establecer la índole imprescindible de la pregunta por lo que debemos pensar en tanto que pregunta: así, el error de Guzmán habría sido su apresuramiento en responder, su manera chata de hacerse cargo del imperativo de autenticidad (“cuesta advertir cuánto hay de necesariamente torcido en leer a César Vallejo como Derrida ha leído a Mallarmé o como Julia Kristeva”, nos cita Marchant, y uno se pregunta en realidad de dónde saca Guzmán ese necesariamente…), o peor su fe en que es posible responder a esa pregunta, olvidando incluso de que se formula en castellano, aun si nuestros críticos literarios nos quieren convencer de que el castellano no es castellano, sino una lengua tan huacha como nosotros.
Pero en fin, quedándonos aquí —en todo caso no pretendía ir mucho más lejos—, son, como dice en mi subtítulo, dos las ideas que me gustaría que llamaran la atención en el libro de Patricio Marchant. La primera es del orden de la historia de las ideas en Chile desde los tiempos de esa escena originaria de nuestra emancipación intelectual. ¿Cómo se desarrolló el programa de un pensamiento de lo chileno? ¿Hay algún hito que merezca especial atención? Un poco al azar, y con ánimo de abreviar, se puede convenir en que con el libro de Enrique Molina, La filosofía en Chile en la primera mitad del siglo XX, escrito en los primeros años de la década de 1950 obedeciendo a una iniciativa de la propia Universidad de Chile, se data momento del catastro de nuestro pensamiento —momento desde cierto punto de vista instintivamente necesario para un pensamiento que se concibe en cuanto tal como programa de pensamiento—, catastro a la luz del cual se logra distinguir quiénes en nuestro país han cumplido, más o menos y en qué forma, con los requisitos del oficio de pensar. Ahora bien: ¿qué nos enseña ese libro? En primer lugar, desde luego, que la Universidad, y más específicamente la Facultad de Filosofía, es el lugar donde “se piensa”. En segundo lugar, que los agentes de este pensamiento son los “profesores de filosofía”, profesores que enseñan filosofía, es decir a Platón, Aquino, Descartes, Hegel, Heidegger, etc. El programa de Bello entra de este modo a un período que podemos denominar profesionalización de la filosofía[4]. Mi primera idea concierne, pues, la vía universitaria en cuyo cauce, según Marchant, el “pensamiento chileno” no sólo habría navegado, sino que sobre todo naufragado, pues habría terminado por reducirse a la producción incomunicada, y más encima deficiente respecto de los estándares internacionales de la filosofía profesional, de los profesores de las Facultades chilenas de Filosofía. Para Marchant, el profesor chileno de filosofía sería algo así como un espécimen resultado de todas las denegaciones imaginables del programa de un pensamiento propio. Decir que imita es poco: ni eso sabe hacer.
Cabe hacer una advertencia acerca del complejísimo momento en que escribe Marchant. Para seguir abreviando, diré secamente: el régimen militar del General Augusto Pinochet (1973-1990). Durante ese largo período se acabó con muchísimos profesores, en cuyos puestos se clavaron, se dice, a perfectos colaboradores del régimen, la mayoría de las veces incompetentes. Además, las fuertes restricciones y autorrestricciones intelectuales y artísticas habrían conseguido atrofiar incluso las capacidades creativas de los “buenos” profesores, de aquellos que “ya estaban”. “El Gobierno Militar, se lee en la Breve Historia de Chile de Sergio Villalobos[5], intervino las universidades, redujo a la Universidad de Chile y a la Técnica del Estado, y persiguió a quienes eran contrarios a su ideología. A la vez, se autorizó la creación de numerosos institutos superiores, universidades particulares de grupos económicos e ideológicos cercanos al gobierno, la mayoría de ellos sin solvencia intelectual ni equipamiento adecuado. Para aliviar el presupuesto fiscal, liceos y escuelas fueron traspasados a las municipalidades que carecían de experiencia educacional y recibieron una subvención del Estado. Los profesores fueron perseguidos y vigilados, se deterioraron sus derechos y sus remuneraciones. La labor de los intelectuales y artistas fue vigilada y se produjo lo que se llamó el apagón cultural.” Más en relación con las Facultades de Filosofía, se puede citar otra vez el ensayo de Cecilia Sánchez: “Como se sabe, varios han sido los efectos ocasionados por la intervención militar tanto en las universidades como en las instituciones de la enseñanza pública. En lo inmediato, enumeraremos algunas de las repercusiones de mayor envergadura con respecto a la filosofía […] la expulsión de más de la mitad de los profesores y alumnos de la disciplina; la reestructuración o cierre de los departamentos de filosofía a lo largo del país; la prohibición explícita o implícita de una serie de temas y autores; la pérdida del status universitario de la pedagogía en virtud de la nueva Ley de Universidades proclamada el año 80.”[6]
Ahora bien, para Marchant, la Dictadura, consolidando y claudicando el programa original de un pensamiento de lo chileno en lo que podría llamarse un total “olvido del programa”, no hizo más que evidenciar un proceso que se arrastraba desde antes. La pregunta que parece trabajar su libro es la siguiente: ¿por qué nuestro pensamiento tenía que acabar como filosofía profesional? Y más radicalmente: ¿el Golpe acaba con nuestra Facultad y se acaba la escritura crítica y teórica —silencio que también interrumpió a Marchant, pues en varias ocasiones nos confiesa que no escribía desde hacía siete años? ¿Cómo así? ¿No será que en la Facultad de Filosofía nunca ha habido una verdadera escritura teórica, que lo que hubo y lo que queda no es más que una ilusión, un autoengaño que al primer balazo se esfumó, y de pronto nadie tiene nada que decir, y de pronto nadie tiene nada que pensar? Esa creo es más o menos la pregunta de Marchant. Y explica, dicho sea de paso, por qué emplea sólo “ironías” cuando embiste a esos profesores incompetentes y enclavados, mientras que cuando se trata de los competentes, de aquellos que sí saben trabajar pero que no se están preguntando como él por qué nadie escribe, emplea lo que parecen verdaderos argumentos. De esta última naturaleza es su discusión con Roberto Torretti, a la cual consagra varias páginas de su libro. Torretti es objeto de sus críticas precisamente porque su trabajo es el mejor producto profesional que ha conocido nuestra academia. Para Marchant incluso la mejor expresión de pensamiento universitario chileno, incluso aquella que imita perfectamente, y que es “exportable”, en la medida en que se desarrolla como programa imitativo, no desarrolla más que un pensamiento que de parte a parte exhibe la renuncia a pensar la realidad chilena y sus circunstancias peculiares. Y si recién dije que sólo parecían razonamientos los que esgrime contra Torretti, es porque a uno no lo abandonará la sensación de que le importa más infligirle una condena moral. “Pensar lo chileno” no es, para Marchant, un principio teórico, sino moral, es un imperativo categórico. “El problema respecto del libro de Torretti, escribe Marchant al terminar sus objeciones al libro Manuel Kant, es, en verdad, otro. Si su libro constituye, sin duda, una obra maestra de la escritura universitaria, de la escritura universitaria como género literario, y, si, por eso mismo, se constituye en una obra filosóficamente estéril, una obra que buscó su esterilidad, se comprenderá que —ingenuos, cuidado por la filosofía, esto es, por la realidad, realidad de Chile— durante años nos hayamos preguntado por qué Torretti no fue capaz de tomar el papel para el cual él —y sólo él, en su generación— parecía designado: inaugurar, o reinaugurar, después de Andrés Bello, los estudios filosóficos en Chile”. Sólo resta aclarar que ésta es la única mención, si mal no recuerdo, que Marchant hace de Bello, y a juzgar por lo abrupto no creo que haya siquiera hojeado el tratado sobre Filosofía del entendimiento que éste escribiera, donde no hay una sola línea que aspire a explicar “nuestra realidad”, y que Bello no “inaugura los estudios filosóficos en Chile”, fórmula vaga con la que sin duda sólo debe entenderse que se está refiriendo, inconscientemente, a lo que he venido llamando todo este rato con el nombre de programa de un pensamiento de lo chileno. Y eso es muy elocuente.
Resumamos la tesis de Marchant: en la Facultad de Filosofía el pensamiento chileno devino el vacío de su auto-negación. Tesis que no se formula desde ninguna parte. Marchant emplea una bibliografía muy determinada —ya diremos cuál. A mi juicio eso no es fortuito; puede, y veremos que debe, explicarse. Para ello nos bastará con tener presente dos coordenadas. Por una parte, el pensamiento vacío de los profesores se acorazó con las doctrinas que cundieron entre los institutores de la filosofía profesional. Superado el fervor positivista y las inmediatas reacciones, la atención se volvió, como cabe esperar, sobre los fenomenólogos. En la Universidad de Chile se lee primero a Bergson y a los existencialistas, y luego se consolida el importe de los “más serios”, es decir los germanos Husserl y Heidegger. Sobre todo Heidegger: su nombre constituyó el lema fundamental de la cruzada por la profesionalización de la filosofía, heideggerianismo que entre otras cosas deriva, se intuye, del supuesto estatuto auténticamente filosófico de la lengua alemana, uno de los prejuicios más expandidos entre los profesores chilenos del siglo XX. Respecto de este heideggerianismo vale la pena citar una fuente, o la fuente, verdadero documento, de que dispongo. Son las primeras páginas del breve artículo de Pablo Oyarzun, “Heidegger: tono y traducción”, en De lenguaje, historia y poder.[7] En aquél estudio el autor recuerda un antiguo trabajo suyo, de tipo estadístico, y nunca terminado, acerca de las fuentes más recurridas por los profesores de filosofía, desde fines de la década de 1940, es decir precisamente desde el período de la filosofía profesional. “Entre otros asuntos y curiosidades, leemos, pude concluir que Heidegger era el autor más frecuentado de todos en nuestra vernácula literatura filosófica profesional. Su ventaja sobre los otros era de tal magnitud que bien podía considerársela un síntoma, ver en las cifras algo más que un dato mudo y externo. Más aún, si se considera lo siguiente: el nombre de Heidegger se llevaba por delante al de cualquiera de los clásicos; pero citar a los clásicos, para el profesional de la filosofía, es deber, prestancia y rutina: hacer lo propio con un contemporáneo es, por el contrario, una opción. Se podía sospechar, entonces, una relación nada de superficial entre el nombre de Heidegger y la institución local de la filosofía: avizorar a Heidegger como lo que podríamos llamar el aval y el garante invocado por nuestra profesionalidad filosófica. Y si me apuran, diría que no sólo ha sido un aval, sino también algo así como un destino. (Según se sabe, se ha buscado corregirlo: enarbolando, antaño, el marxismo y el partidismo filosófico, tentativa abortada —sabemos cómo; y hoy por hoy [este artículo fue publicado por primera vez en 1991], propiciando a la filosofía analítica como el más serio candidato [después de estos casi diez años me permito asegurar: electo].)”
La segunda coordenada es ésta: Marchant realizó parte de sus estudios de postgrado en el París posterior a los acontecimientos de mayo de 1968. Conviene pues tener presente ambas coordenadas si se quiere comprender por qué Marchant, para interrogar la relación entre pensamiento y universidad de un modo suficientemente crítico, echa mano —más por desgracia, me temo, que por fortuna, ya diré por qué— a la filosofía francesa, específicamente a la que podríamos decir surgida de la recepción post-fenomenológica de Heidegger (es decir, Derrida y Levinas, por recordar a los más nombrados en el libro de Marchant). Este nuevo heideggerianismo, empero, no ha sido tan cultivado en nuestro país como el otro, que hasta hoy sin duda hace furor en la Universidad de Chile[8]. Pero no por ello dejará de ser legitimador de una filosofía. Escribe Marchant: “porque el pensamiento de Heidegger recorre —no digamos: resume ¿qué podría significar eso?— todo el pensar y la historia contemporánea, lo que se diga sobre Heidegger, si lo que se dice es realmente [yo subrayo] sobre Heidegger, dejará siempre oír algo esencial; por esa razón hemos elegido hacer en todo este capítulo estas consideraciones varias sobre su filosofía, para dejar que ellas nos enseñen sobre la operación de la filosofía, sobre el deseo filosófico, sobre la operación del Discurso Filosófico en sus planteamientos, replanteamientos, y en su relación con la Universidad, con la Universidad Contemporánea; y ante todo, para dejar que ellas, esas consideraciones, nos muestren la situación del Discurso Filosófico Universitario chileno.” Definitivamente Heidegger se ha transformado en nuestro destino.[9]
Se adivina cuál fue la suerte que corrió este nuevo heideggerianismo criollo, su infeliz resultado, que los escasos exponentes de un entusiasmado marchantismo, entre otros, hoy cristalizan: rápidamente confundimos la historia de nuestro pensamiento vacío, profesional, con la historia de la onto-teología; nuestras intrigas, luchas y envidias, con los procesos político-sociales e identitarios que configuraron la instalación moderna de la universidad europea[10]; el Golpe y Auschwitz, el ninguneo y el hebraísmo, el castellano y lo Otro… Pero, hay que insistir, nada de esto le quita o le pone al hecho de que esa filosofía, en parte gestada por la recepción de Heidegger en la Francia de la post-guerra, nunca penetró seriamente en nuestras universidades. En este sentido, habría sido afortunado que hoy se recordara a Marchant siquiera porque era afrancesado[11].
Todo ello es una muestra de que nuestro autor carecía de virtudes pedagógicas. En su manera de escribir, eso es patente — “la necesidad de mi escritura, mis reiteraciones, mis elipsis; imposibilidad de escribir de otra manera; escribiendo de otra manera, otra cosa sería lo que diría y no podría dejar oír, como lo no dicho, lo que quiero que se oiga y no podría, creo, o lo espero, dejar oír, eso, que no sé qué es, lo que no quiero que se oiga. Texto que quisiera, curiosidad, terminar y que no quisiera, temor, terminar.” En lo que respecta su enseñanza oral, supongo que no le iría mucho mejor, pues, a juzgar por lo que veo, diría que jamás tuvo un alumno…[12] Pero su mayor desgracia fue quizás saber distinguir tan profundamente algunos defectos e ignorar tan profundamente otros que tenemos los chilenos. Reconocía el arribismo, pero no el dogmatismo. Hoy, el único interés que suscitan sus textos —la letra de sus textos— es, a pesar de todo, lo que en éstos se dice de o desde algunos autores del pensamiento europeo “post-moderno”. Impericia o no, Marchant no supo evitar que lo convirtieran en un plantilla de lectura para tratar de comprender lo que nos gusta imaginarnos fueron Nietzsche, Freud, Lacan, Derrida o Foucault, Lyotard o Levinas. Por dogmatismo podríamos entender, fundamentalmente, el carácter que adoptan nuestros intelectuales (es el nombre genérico para designar también a los profesores “marginales”, reverso automático de los “institucionales”, esos que ven en la filosofía profesional vaya a saber uno qué rostros demoníacos, y no sólo el de Pinochet, si lo ven, y si de veras les resulta demoníaco…) en la etapa que está culminando el rechazo al programa de un “pensamiento de lo chileno”. Marchant entonces también se transformó en el legitimador de un pensamiento universitario o —si se tolera este feo recurso— para(univer)sitario, cruzada esta vez de un pensamiento fronterizo, ése que “trabaja el borde”, filosofía anti-profesional, insurrecta, rebelde —filosofía de la imparable question, se arguye, como si eso fuera un argumento, y no una pasión—: en suma, pataleta de profesores renegados (o podríamos decir: auto-renegados, así como se dice que hubo durante la Dictadura “auto-exiliados”). Marchant no pudo imponer la circunstancia singular de su trabajo por sobre la bibliografía a la que recurrió. Lo que equivale a decir: nadie todavía en mi país ha leído a Marchant.
La primera de mis dos ideas, por lo tanto, tenía que ver con la vía universitaria o profesional en que maduró el programa de un pensamiento auténticamente chileno. Podría decirse que el resultado del proceso hoy contradice, precisamente, lo que alguna vez motivó la transformación de la antigua Universidad de San Felipe en una de Chile: “No se trata, escribía Andrés Bello en 1842, de aquellos establecimientos escolásticos o de ciencias especulativas, destinados principalmente a fomentar la vaciedad de los que deseaban un título aparente de suficiencia, sin ventajas reales e inmediatas para la sociedad actual; tampoco se ha tenido en vista la idea jigantesca de una de aquellas academias, propias de los países adelantados en saber i riquezas, donde se ostenta el lujo de las ciencias i donde los hombres eminentes en ella encuentran la recompensa de una larga i laboriosa carrera.”[13] Que este programa se haya finalmente pervertido, vaciado, es algo que no guarda ninguna relación directa —o por lo menos no hay que asumirlo de entrada— con la suerte de las “academias propias de los paises adelantados”, las universidades modernas europeas. El problema nuestro es, ha sido siempre, nuevo. Pero me interesa concluir respecto de la significación del libro de Marchant. Por primera vez, desde que se instituye en Chile la profesión de “filósofo”, un chileno intenta, fallidamente es cierto, reponer en la escena principal de nuestro pensamiento el imperativo de autenticidad. Ahora bien: la tarea de Marchant procuró cumplirse en una doble fase. Lo que hasta aquí he venido describiendo es la primera, que llamaré la fase negativa: se trataba para él de construir un discurso que socavara los presupuestos de la filosofía profesional, y la sometiera al tribunal de las exigencias de nuestra realidad. Se trataba de construir un discurso crítico que articulara las desconstrucciones, como diría él, de esta profesionalidad, exhibidas de un modo irrefutable con el Golpe de Estado y la Dictadura de Pinochet. El imperativo se enuncia: ¡a nuestras propias cosas!
La segunda fase, podríamos decir, consiste en demostrar que este imperativo es categórico. Pero más vale ampliar esta formulación, pues esta fase coincide con la segunda idea que me interesaba destacar a propósito de Sobre árboles y madres. Si se me permite decirlo así, Patricio Marchant es el último chileno que desarrolló un discurso rigurosamente articulado en un sistema coherente y consistente acerca de nuestra “realidad”. Hemos aprendido que su asunto fue reencauzar el programa de un pensamiento de lo “nuestro”. Aprendamos ahora que Marchant intentó definir filosóficamente “nuestra realidad”. En lo que queda de este artículo, sólo voy a explicar tres momentos de esa definición.
Uno lo voy a llamar el momento “político”, sin mayores precisiones, porque esa palabra en Chile tiene hoy muy pocos usos —“en Chile hay épocas en que no hay política”, decía Blest Gana. Patricio Marchant intentó una inscripción política de la filosofía, concretamente al interrogar su historia inmediata (digamos, desde finales de los sesenta hasta principios de los ochenta). Digo “inscripción” porque él emplea la palabra “escritura”. Hacia el final de Sobre árboles y madres, el lector comprende que el contenido temático de los conceptos con que se ha trabajado, o su “definición real”, toma pie únicamente en la experiencia, difusa o insituable (al menos bajo las usuales categorías sociológicas, historiográficas y sicológicas a las que se restringe el discurso político o crítico-político chileno), del Golpe de Estado. Esto es muy importante. Hará ya unos quince años, un poeta chileno, Eduardo Anguita, decía que nuestra narrativa, desde iniciado el período militar, se había sumergido en un absoluto silencio; hablaba de una “ausencia documental”. Pues bien, el ensayo filosófico no corrió mejor suerte… Es fundamental entonces decirlo: con Sobre árboles y madres, libro editado por cuenta del autor —la Universidad de Chile retiró el financiamiento que le había prometido—, por primera y última vez en Chile se publicará un libro de filosofía que tematice esa experiencia. La “realidad” es, lisa y llanamente, la realidad política que se establece como interrupción de la realidad —se nos revela la “nada” que pensamos, se nos revela el vacío, y por lo mismo la urgencia, de lo que debemos pensar…—, con la revolución fechable simbólicamente en 1973. Para nombrar esta experiencia de alguna manera, Marchant toma prestada la palabra de Gabriela Mistral, “Desolación”, y no se refiere con ella al estado anímico traumatizado del pueblo chileno, pero sí al difícil estatuto de una comunidad histórico-política que se funda en su propia imposibilidad. Me explico: es la interrupción de todos los espacios comunes: la Facultad de Filosofía, ciertamente, pero también la familia, el amor, el trabajo, la sociedad, el arte, etc.: “el Golpe ha deshecho toda clase de relaciones, y los residuos flotantes de esta catástrofe nos hemos encontrado para constituir otras, insólitas, precarias”[14]. Y si el llamado “pensamiento de la escritura” (Derrida) encuentra un lugar protagónico en ese trámite reflexivo (Marchant dice que el Golpe nos destina una “nueva escena de escritura”) se debe a que ese pensamiento intenta formalizar sin disolver esta paradójica “comunidad sin comunidad”[15] en la desolación, que Marchant piensa con sus conceptos de “amor”, “contrato”, “tu prestado nombre”, etc. Escribe: “Un día, de golpe, tantos de nosotros perdimos la palabra, perdimos totalmente la palabra. Otros en cambio —fuerza o debilidad— (se) perdieron esa pérdida: pudieron seguir hablando, escribiendo, y, si cambio de contenido, sin embargo, ningún cambio de ritmo en su hablar, en su escritura. Destino, esa pérdida total fue nuestra única posibilidad, nuestra única oportunidad.”
Otro momento esencial es el de la lengua o la literatura. Larga es la lista de quienes, decepcionados de la labor subalterna de nuestros profesores de filosofía, prefieren decir que son nuestros escritores quienes de veras han logrado pensar nuestra peculiar circunstancia. Por eso, en Chile, el lugar donde espontáneamente esperamos encontrar un pensamiento “de lo chileno” es mucho antes una Facultad de Literatura que una de Filosofía. La poesía chilena, no por motivos que sean fáciles de desentrañar, ya que exceden con creces el ámbito de lo que pertenece estrictamente a la “historia de la literatura”, poseyó, por lo menos durante los tres primeros cuartos del siglo XX, una significación y una radicalidad excepcionales para la producción poética en lengua castellana. Lo que debe llamar nuestra atención en el libro de Marchant, cuya intención principal es, justamente, la de realizar una interpretación general de la poesía de Gabriela Mistral, no es tanto el hecho de que Marchant crea haber descubierto un diálogo entre la poesía de la Mistral y la filosofía de Nietzsche, o el sicoanálisis no-falogocentrista de Hermann, y que diga que en la Mistral ya estaba dicho lo que recién ahora (años 80) está diciendo Derrida… Debe importar mucho más el hecho de que en su gesto doble de leer nuestra poesía, y al propio tiempo pensar, descubra que nuestro problema no es que carezcamos de condiciones para el filosofar, de “condiciones materiales”, sino que hablemos el castellano. Lo que no nos gusta es hablar el castellano. “Nuestra realidad” deja de ser primordialmente una o varias “razas”, “pueblos”, “patrias”, “lugares”, etc., nuestra realidad es nada más que la relación con nuestra lengua. Probablemente Patricio Marchant sea uno de los primeros filósofos latinoamericano —desgracia chilena la que le permitió comprenderlo— en explicar nuestra falta de filosofía denunciando una relación inauténtica con nuestra lengua. Estamos acostumbrados a formarnos con filósofos que escribieron en latín o griego, alemán o francés: es normal por lo tanto que sospechemos, secretamente, del castellano. Así como es normal que alguien prevenido encuentre que una palabra —o un silencio— de la Mistral diga muchísimo más que lo que puede cualquier profesor que se sienta un rastacuero en su lengua materna.
Pero vayamos al grano: en este segundo momento, el concepto de realidad significa, lisa y llanamente, poesía. Y al igual que Hegel, Marchant pensaba que si queremos leer en serio poesía hay que comenzar por clausurarla, y superarla. Y asumirlo: nada de sentimentalismos: Marchant nos habrá enseñado que ya es tiempo de acatar el legado de nuestros poetas, de sobreescribirlos con un riguroso comentario, de acabar con nuestra poesía proponiendo un discurso filosófico acerca de ella, de interrogar cuál ha sido su relación con el imperativo de pensar nuestra realidad. Por lo demás, sólo así seguiremos teniendo poesía, porque el comentario forma parte de su íntima temporalidad. Se entiende entonces que la fundación o refundación de nuestra Facultad de Filosofía exigida por Marchant, pase por el reconocimiento de que su verdadero objetivo es la lectura de nuestros poetas. Nuestro objeto, el objeto que nos obliga, es la poesía. “Necesidad de explicar tantas cosas; ante todo, fin, al fin, de ese insulto, de la ofensa, conspiración nacional, todos culpables: necesidad de leer, alguna vez, por primera vez, a Gabriela Mistral.” “Abrir, de ese modo, la Universidad a la realidad; pues, sólo entonces, como realidad, se podrá entender, amar, la poesía de Gabriela Mistral, la poesía chilena.”
Y finalmente está el momento de la “identidad”, tópico obligado en el que todo programa que intenta acoplar un “pensamiento” y un “nosotros” siente el deber de estacionarse. Enfrente de todas la gama heteróclita de definiciones que se nos han proporcionado, pero legitimada en la misma mitología[16], subyace la representación, corriente ya, de que el latinoamericano no posee una identidad idéntica. Para decirlo de una sola vez, somos lo otro, lo indefiniblemente otro. Por eso nos acomodamos tan bien con lo que nos representamos que son las doctrinas del “post-modernismo”, que supuestamente aspiran a definir los límites del “mundo occidental”, y que intentan decir su otro, o sea a nosotros. Nos sentimos privilegiados porque habitamos, errantes que somos, esos límites. Incluso por haber sido o ser naturalmente dependientes y subalternos al “primer mundo”, por eso mismo somos más sagaces a la hora de comprender los mecanismos y dispositivos de la dependencia y del poder en general. Tal es probablemente la versión contemporánea de una vieja idea europea: Montaigne, Voltaire, Valéry, y tantos otros, todos contribuyeron de algún u otro modo a deificar nuestra alteridad… El constitutivo esencial de nuestra identidad sería, pues, la diferencia. Marchant sin duda también contribuyó a solventar ese mito entre nosotros. Sucede que una de las operaciones centrales de su libro, de la que forma parte la polémica con Jorge Guzmán, es tratar de volver filosóficamente inviable una interrogación por la “identidad” —¡o la “diferencia”…! El concepto de identidad no es suficiente para dar cuenta de nuestra realidad, al contrario la oculta. El lector apresurado del libro tal vez dictaminará que esta operación en verdad no pasa de ser un reflejo de la heideggeriana desconstrucción del concepto de “presencia” y sus variantes en la historia de la metafísica… En un nivel profundo, no obstante, en el nivel que he intentado hacer apreciar durante todo este ensayo, lo que Marchant hace es intentar radicalizar y fundar filosóficamente el programa del pensamiento chileno. La de Marchant es una filosofía crítica: se interroga por sus condiciones de posibilidad.
En efecto, aparte de que nuestro problema de identidad se resuelve una vez realizada su “reducción” al problema de nuestra lengua, desdibujando desde entonces la cartografía fácil (muchos somos en el mundo los que hablamos castellano, y el castellano es apenas una de las múltiples variantes del español, multiplicidad que, para Marchant, ni España ni Latinoamérica supieron controlar filosófico-institucionalmente, nacionalistamente, a diferencia de otras naciones europeas, como Francia —o Le discours de la méthode…— y Alemania —o el idealismo…—; y nuestro Suárez, o elíjase a cualquiera otro que pertenezca al mercado filosófico internacional moderno o premoderno, escribió en latín), nos percatamos de que la previa identificación del objeto de nuestro pensar ya no es requisito para pensar, y de que el concepto de identidad —o diferencia— con que aprehendemos a este “objeto” pasa, por lo tanto, a ser algo así como una “ilusión trascendental”, esa ilusión que Kant calificaba como “natural de la razón”: tan natural como ese deseo de totalidad que se abre junto a la absoluta exigencia de un deber de pensar lo que hay que pensar; y ese deseo de totalidad, mientras carezca de una crítica, terminará fatalmente proyectando un “objeto”, que hasta ahora no hemos encontrado y que nunca encontraremos: como dije, todo el abanico de respuestas acerca de nuestra identidad o diferencia que ofrezca una explicación exhaustiva (total) de nuestro origen y destino, al igual que un mito, como ése de nuestro “padre ausente” y de nuestra “madre violada”, cada vez más popular en Chile.
Para Marchant, “nuestra realidad” no representa ninguna significación absoluta, inequívoca y unívoca, como si fuera una sustancialidad de la cual todos participamos para ser lo que somos. Yo diría que para Marchant “nuestra realidad” es el lugar de lo equívoco y plurívoco, puesto que no tiene, ni puede tener, un solo nombre, sino varios, infinitos nombres; eso “nuestro” de la realidad, aquello de la realidad que compartimos y que nos compromete a todos juntos, aun si ese “todos juntos” no designa sino una pequeña porción del mundo, no designa un terreno común que preceda y dibuje los contornos y los límites de aquello que debemos pensar. “Lo real” que concierne no es lo que un determinado y exclusivo “nosotros”, una comunidad o un idioma, experimenta. No hay un “sujeto”, ni hay una “intersubjetividad”, que haga la experiencia de la realidad, y la conceptualice, y se comprenda a sí misma en esa experiencia y en ese concepto. Lo que hay en “lo nuestro”, o en el “nosotros”, se convoca en o como la inagotable falta de un objeto que nombrar. Que no haya “la” realidad nuestra —desolación— nos convoca justamente al no dispensarnos absolutamente nada “común” en lo cual identificarnos (significado y verdad, o sangre y suelo, o clima y temperamento). La única participación o identificación posible es en la desolación que nos dice que no hay nada que compartir entre nosotros. ¿Deberemos concluir que la philosophia, ejercítese aquí en Santiago de Chile o allá en Friburgo de Alemania, ya no es patrimonio de la humanidad racional, que ya no es universal? La “realidad” que pensamos en plural, si nunca es la realidad, ¿cómo puede ser “objeto” de la philosophia?
No dispongo de términos más apropiados que los del filósofo español y mexicano José Gaos: “Acaso una filosofía no pueda ser la satisfacción de un deseo de ella sino en cuanto este deseo sea ya un deseo filosófico, un deseo inserto en un filosofar; deseo de filosofía quizá no pueda ser sino deseo de perseverar en un filosofar en el que uno se encuentra ya; es posible que no lo sea ponerse deliberadamente a filosofar, sino que sólo quepa encontrarse puesto ya a ello, filosofando, siendo filósofo.”[17] Y, más importante: “No parece, decididamente, que la mirada teórica necesite pasar la rotonda de la circunstancia. Más bien parece que debe fijarse una circunstancia en particular [o mejor, como intentaré mostrarlo enseguida y para terminar, dejarse fijar por ella], sea algo minúsculo y próximo, tan próximo que puede ser íntimo, sea la rotonda misma, que en cuanto no minúscula, próxima ni íntima o distinta de lo minúsculo, próximo e íntimo, es otra cosa o también una cosa particular. […] La originalidad del enfrentamiento de la mirada teórica con la circunstancia tiene que consistir en un modo de hacer frente —a cualquier cosa… Y sí, en esto consiste. En hacer frente a cualquier cosa —con radicalidad.”[18] Si puedo parafrasear a Gaos de este otro modo: la condición de posibilidad del objeto de nuestro pensamiento es el cuidado de su singularidad. Este cuidado, por supuesto, implica la renuncia a un cierto modelo de universalidad y/o de philosophia, e involucra un modelo de razón o racionalidad muchísimo más elemental —y precario— que el de un “sentido común” capaz de comprender el “ser común” a todos los “entes racionales”.
En otras palabras: el programa de un pensamiento de lo chileno, ni debe preocuparse de determinar lo privativamente chileno, y luego ver si aquello es exportable, ni consiste en entregarse a la meditación de un “ser” indeterminadamente común, sin idioma, sin circunstancia, sin política, sin escritura. (Pablo Oyarzun, en el ensayo que he citado, explicaba cómo Heidegger también había sido aval de la profesionalización de la filosofía en Chile porque había “proporcionado el fundamento de la legitimación interna de su ejercicio. Se ha extraído de él, y en su nombre, una autoconciencia de la filosofía como disciplina autónoma, es decir, dotada de un campo propio sobre el cual establecer su propia legislación. […] habría que pensar cómo sobre esa base se definió la relación de la filosofía con el tiempo histórico presente (la urgencia de la coyuntura o la rutina de lo actual) como extemporaneidad, lo que se interpretaba como prescindencia de acción política. Positivamente expresado, la filosofía no pertenecería a la publicidad y contradictoriedad del espacio político, del poder, sino a la interioridad y secreta colaboración en el dominio de lo espiritual.” ¡Heidegger!)
Para seguir emulando el vocabulario de ese pensamiento cosmopolita que fue el de Kant, el Tribunal de nuestra realidad no determina, sino que reflexiona, juzga nada más el puro caso, bajo todo respecto carente de regla, manifestación ejemplar de lo racional, su inalienable singularidad. Bello, otra vez: “la nacion chilena no es la humanidad en abstracto; es la humanidad bajo ciertas formas especiales; tan especiales como los montes, valles y rios de Chile, como sus plantas i animales, como las razas de sus habitantes, como la circunstancia moral i política en que nuestra sociedad ha nacido i se ha desarrollado.”[19] El pensamiento chileno no es otra cosa que el gesto ejemplar por el que se consigue hablar de una experiencia. Gesto de Marchant, y de otros —más de los que solemos recordar, pero menos de los que querríamos poder recordar. Nuestro objeto, peculiar, singular, se pierde, como diría Marchant, en su prestado nombre, y no hay otro modo digno de corresponder a esa pérdida que provocándola otra vez. Nuestra tarea, si hay una, es no renunciar a nombrar nuestra realidad a sabiendas de que huirá de esos nombres. Una historia que ya nunca fue narrada, una lengua travestida, una mítica y fabulosa identidad o diferencia, pero también la inaplacable responsabilidad de una filosofía cuyo supremo esplendor es la pasión de ser indigna de su programa: he ahí cuál es, para Marchant, nuestra inesquivable realidad.

Juan Manuel Garrido
Santiago de Chile, febrero de 2000


[1] Me permito ya en el título interrumpir al lector para explicar la “circunstancia” de estas reflexiones. Se deben en general a una contundente discusión (electrónica) con mi amigo mexicano Juan Carlos Moreno. Para evitar que el lector se sienta un entrometido en ella, en vez de reproducir los puntos en cuestión y los entretenidos avatares que los urden, enviaré a un texto de Moreno que aparecerá próximamente (ed. Anthropos, Barcelona, 2000), como epílogo a su traducción del librito de Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy: El mito nazi. Motivado por algunas ideas allí sugeridas, que suscribo por supuesto, aquí no ensayo sino un epílogo a ese epílogo.
[2] “Discurso pronunciado en la instalacion de la Universidad de Chile”, en Obras Completas, volumen VIII, Santiago de Chile, 1885, pág. 311.
[3] El libro mencionado en el subtítulo es Sobre Árboles y Madres, Santiago de Chile: Gato Murr, 1984. Actualmente, la editorial Cuarto Propio en nuestro país prepara la edición de un conjunto de ensayos, algunos póstumos, que aparecerán bajo el título de Escritura y Temblor. Hasta donde sé, a eso se restringe la obra de este autor.
[4] Ignoro quién inentó esta fórmula; remito, entre otros, a un ensayo de Cecilia Sánchez, “Filosofía universitaria y política. Chile en el período 1950-73”, en revista Universum, n°12, 1997, Universidad de Talca.
[5] Ed. Universitaria, decimotercera edición revisada y aumentada, 1998, pág. 216
[6] Op. cit. pág. 218.
[7] Santiago de Chile: Teoría, 1999.
[8] Si arriesgué esa afirmación debo arriesgar esta aclaración. Yo he tenido un contacto mínimo con la Universidad de Chile: hice mis estudios en la Universidad Católica. Lo aclaro porque en Chile hay quienes nos exigen cautelar siempre nuestros juicios acerca de la otra Universidad. Nos advierten que entre una y otra casi no hay puntos en común, que son sustancialmente diferentes: mundos distintos, profesores, auxiliares, estudiantes distintos, intelectual, social, racialmente distintos. Es entonces probable que, a sus ojos, este artículo se encuentre escandalosamente desprovisto de autoridad.
[9] El mismo Pablo Oyarzun termina reivindicando una verdad filosófica que coincide con una verdad del heideggerianismo, y en nombre de la cual se levantaría un imperativo extra-universitario de la filosofía —y acaso sea ésa su manera de expresar el imperativo de “nuestro” pensamiento: “En Chile, en nuestra filosofía profesional, Heidegger también ha sido esencialmente el nombre de un malentendido. Esto, de una doble manera. Primero como malentendido de un nombre, el de Heidegger: me refiero al sino inicial de las lecturas existencialistas, antropologistas y subjetivistas de Ser y Tiempo, emprendidas ya fuese ‘a favor’, ya fuese ‘en contra’, con ánimo devoto o con virulenta agresividad, o, en fin, con dejo de displiscencia. Pero no se trata sólo de las lecturas ‘incorrectas’; el malentendido de que hablo subyace también a las lecturas ‘correctas’, eruditamente probadas. Ello, porque, en un segundo sentido, es un malentendido más profundo, más recóndito, haber recurrido al aval heideggeriano para sancionar la irreflexión de la filosofía profesional chilena acerca de las condiciones que la hicieron posible: hablo del problema de la universidad, como cruce de las cuestiones de saber, poder e historia. Por tal medio nuestra filosofía profesional no sólo se vedó al acceso a esas condiciones, sino que desatendió el hecho de que Heidegger haya sido también el nombre del último discurso expresamente filosófico sobre la esencia de la universidad […].”
[10] La referencia que utilizaba Marchant para referirse a la Universidad Europea Moderna es, naturalmente, los textos de Jacques Derrida que hoy están recogidos en el volumen Du droit à la Philosophie (París: Galilée, 1990).
[11] Su contribución se redujo, que yo sepa, a la traducción (introducida) del célebre artículo de Derrida “Ousía y grammè”, en Tiempo y presencia, Santiago: ed. Universitaria, 1971.
[12] Amigos sí. Y sólo entre amigos ese libro se deja leer. Véase, para dar pistas sobre la situación que venía esbozando, una de sus primeras dedicatorias: a “la amistad” de J. Derrida, y no a Derrida el filósofo (“el valor del contenido del libro no alcanza para eso”, dice). Me gustaría algún día detenerme en esa noción de “amistad”, noción que resiste a esas otras que acostumbramos utilizar (explícitamente o no) cuando hacemos historia de las ideas: “generación”, “contexto”, “comunidad”, etc. La amistad, en el libro de Marchant, prevalece como el único lugar o “éthos” donde un pensamiento (es decir, varios pensamientos) hace suyo temáticamente el sentido que lo alienta. Y la amistad, consiguientemente, como el principio o el espacio de inteligibilidad del pensamiento, su horizonte de lectura. De hecho, fue en una nota agradecida (sólo los amigos dan dando las gracias) del libro de Pablo Oyarzun (El dedo de Diógenes, nota n°16, pág. 127), donde me vino la curiosidad leer a Marchant.
[13] “Establecimiento de la Universidad de Chile”, en Obras Completas, volumen VIII, op. cit., pág. 278.
[14] Hernán Valdés. Tejas verdes. Reeditado en Santiago: LOM/CESOC, 1996, pág. 19.
[15] Sobre esta fórmula, su historia, sentido y presupuestos, cfr. J. Derrida, Politiques de l’amitié, Galilée, 1994, especialmente pp. 56 (nota 1), 62-ss.
[16] Eso es el mito: el espacio en que una comunidad se intelige a sí misma. Cfr. el libro traducido y epilogado por J. C. Moreno, citado en la nota 1.
[17] Gaos, José. “¿Filosofía ‘americana’?”, en Zea, Leopoldo (compilador), Fuentes de la cultura latinoamericana, México: Fondo de Cultura Económica, pág 482.
[18] Gaos, José. “¿Cómo hacer filosofía?”, en Zea, Leopoldo, op. cit., pág. 488.
[19] “Modo de estudiar la historia”, en Obras Completas, volumen VII, Santiago de Chile, 1884, pág. 123.

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