domingo, 23 de noviembre de 2008

Bolaño, Una novelita lumpen

UNA NOVELITA LUMPEN
Roberto Bolaño



Para Lautaro y Alexandra Bolaño

















Toda escritura es una marranada.
Las personas que salen de la nada intentando precisar cualquier cosa que pasa por su cabeza, son unos cerdos.
Todos los escritores son unos cerdos. Especialmente los de ahora.
ANTONIN ARTAUD


UNO












Ahora soy una madre y también una mujer casada, pero no hace mucho fui una delincuente. Mi hermano y yo nos habíamos quedado huérfanos. Eso de alguna manera lo justificaba todo. No teníamos a nadie. Y todo había sucedido de la noche a la mañana.
Nuestros padres murieron en un accidente automovilístico durante las primeras vacaciones que hicieron solos, en una carretera cercana a Nápoles, creo, o en otra horrible carretera del sur. Nuestro coche era un Fiat amarillo, de segunda mano, pero que parecía nuevo. De él sólo quedó un amasijo de hierros grises. Cuando lo vi, en el desguazadero de la policía donde había otros coches accidentados, le pregunté a mi hermano por el color.
—¿No era amarillo?
Mi hermano dijo que sí, claro que era amarillo, pero eso fue antes. Antes del accidente. Las colisiones deforman el color o deforman nuestra manera de percibir el color. No sé qué quiso decir con eso. Se lo pregunté. Dijo: luz... color... todo. Pensé que el pobre estaba más afectado que yo.
Esa noche dormimos en un hotel y al día siguiente volvimos a Roma en tren, con lo que quedaba de nuestros padres, y acompañados por una asistente social o una educadora o una psicóloga, no lo sé, mi hermano se lo preguntó y yo no oí la respuesta pues iba mirando el paisaje por la ventana.
En el entierro sólo apareció una tía, hermana de mi madre, y detrás de mi tía aparecieron sus hijas atroces. Yo miré a mi tía todo el rato (que tampoco fue mucho) y en mas de una ocasión creí descubrir una media sonrisa en sus labios, o a veces una sonrisa entera, y entonces supe (aunque en realidad ya lo sabía desde siempre) que mi hermano y yo estábamos solos en este mundo. El entierro fue breve. A la salida del cementerio besamos a nuestra tía y a nuestras primas y ya no las volvimos a ver. Mientras caminábamos a la estación de metro más próxima, le dije a mi hermano que mi tía había sonreído, por no decir que abiertamente se había carcajeado, mientras introducían los ataúdes en sus respectivos nichos. Me contestó que él también se había dado cuenta.
A partir de ese momento los días cambiaron. Quiero decir, el transcurso de los días. Quiero decir, aquello que une y que al mismo tiempo marca la frontera entre un día y otro. De pronto la noche dejó de existir y todo fue un continuo de sol y luz. Al principio pensé que era debido al cansancio, al shock producido por la repentina desaparición de nuestros padres, pero cuando se lo comenté a mi hermano me dijo que a él le pasaba lo mismo. Sol y luz y explosión de ventanas.
Llegué a pensar que nos íbamos a morir.
Pero nuestra vida siguió los parámetros establecidos antes de la muerte de nuestros padres. Todas las mañanas íbamos a la escuela. Hablábamos con aquellos a quienes considerábamos amigos. Estudiábamos, no mucho, pero estudiábamos. La pensión de nuestro padre, tras unos trámites no demasiado complicados, pasó a nuestras manos. Pensamos que nos iba a tocar más y protestamos. Una mañana, delante de un burócrata que trató de explicarnos por qué razón mi padre en vida cobraba equis dinero y tras su muerte a nosotros nos tocaba menos de la mitad, mi hermano de improviso se puso a llorar. Insultó al funcionario y lo tuve que sacar a rastras de la oficina. No es justo, gritaba. Así es la ley, oí que decía el compungido funcionario a mis espaldas.
Busqué trabajo. Todas las mañanas compraba el periódico y leía en el patio de la escuela la sección de ofertas y subrayaba lo que me interesaba. Por la tarde, después de comer cualquier cosa, salía de casa y no volvía hasta después de haber visitado todas las direcciones. Las ofertas eran mayormente para trabajos de puta, encubiertos o no, pero yo no soy una puta, fui una delincuente, pero no una puta.
Un día encontré trabajo en una peluquería. Lavaba cabezas. No cortaba, pero me fijaba cómo lo hacían las otras y me preparaba para el futuro. Mi hermano dijo que era estúpido ponerse a trabajar, que con la pensión de orfandad podíamos vivir felizmente. Orfandad, la palabra daba risa. Nos pusimos a sacar cuentas. En efecto, podíamos vivir, pero privándonos de casi todo. Mi hermano dijo que él podía renunciar a tres comidas diarias. Lo miré y no supe si hablaba en serio o en broma.
—¿Cuántas veces comes al día?
—Tres. Cuatro.
—¿Y cuántas veces dices que estás dispuesto a comer en el futuro?
—Una.
Al cabo de una semana mi hermano se puso a trabajar en un gimnasio. Por las noches, al volver a casa, hablábamos y hacíamos planes. A mí se me ocurrió soñar con tener mi propia peluquería. Tenía mis razones para pensar que el futuro estaba en las peluquerías pequeñas, en las tiendas de moda pequeñas, en las tiendas de discos pequeñas, en los bares minúsculos y muy selectos. Mi hermano decía que el futuro estaba en la informática, pero puesto que trabajaba en un gimnasio (barría, fregaba suelos y baños), se puso a hacer pesas y todas esas cosas que desarrollan la musculatura.
Paulatinamente fuimos dejando de lado los estudios. A veces yo no iba al instituto por la mañana (la luz incesante se me hacía insoportable), otras veces era mi hermano el que no iba. A medida que fueron pasando los días ambos nos quedábamos en casa por las mañanas, añorando la escuela pero incapaces de salir a la calle, tomar el autobús, entrar a nuestras respectivas aulas y abrir los libros y cuadernos en donde nada íbamos a aprender.
Matábamos el tiempo viendo la tele, primero las entrevistas, después los dibujos animados, finalmente los programas matinales con entrevistas y conversaciones y noticias de los famosos. Pero de eso hablaré más tarde. La tele y el vídeo ocupan un lugar importante en esta historia. Aún hoy, cuando enciendo la tele, por la tarde, cuando ya no tengo nada que hacer, me parece ver en la pantalla a la joven delincuente que una vez fui, pero la visión no dura mucho, sólo el tiempo que tarda el aparato en encenderse. En esos segundos, sin embargo, puedo ver los ojos de la persona que yo fui, puedo ver su pelo, sus labios desdeñosos, sus pómulos que parecen fríos y su cuello que también parece de mármol frío y cuya breve visión consigue casi siempre helarme.
Por aquellos días, debido a su trabajo en el gimnasio, mi hermano adquirió una costumbre curiosa.
—¿Quieres ver mis progresos? —decía.
Entonces se sacaba la camisa y mí enseñaba los músculos. Aunque hacía frío y ya no teníamos calefacción, se sacaba la camisa o la camiseta y me mostraba unos músculos que tímidamente iban emergiendo de su cuerpo como tumores, protuberancias que nada tenían que ver con él o con la imagen que yo tenía de él, con su cuerpo de adolescente flaco y esmirriado.
Una vez me dijo que soñaba con ser Mister Roma y luego Mister Italia o el Amo del Universo. Yo me reí en su cara y le expresé francamente mi opinión. Para llegar a ser el Amo del Universo había que entrenarse desde los diez años, le dije. Creía que el culturismo era como el ajedrez. Mi hermano me respondió que así como yo soñaba con tener una minipeluquería, él también tenía derecho a soñar con un futuro mejor. Ésa fue la palabra que empleó: futuro. Fui a la cocina y puse la comida en el fuego. Spaghetti. Luego llevé los platos y cubiertos a la mesa. Siempre pensando. Finalmente le dije que a mí el futuro no me importaba, que se me ocurrían ideas, pero que esas ideas, si lo pensaba bien, nunca se proyectaban hacia el futuro.
—¿Y hacia dónde, entonces? —chilló mi hermano.
—Hacia ninguna parte.
Después nos poníamos a ver la tele hasta que nos quedábamos dormidos.
A eso de las cuatro de la mañana yo solía despertarme con un sobresalto. Me levantaba de mi sillón, retiraba los platos sucios de la mesa, los lavaba, limpiaba la sala, limpiaba la cocina, le echaba otra manta por encima a mi hermano, bajaba el sonido de la tele, me asomaba a la ventana y miraba la calle con su doble hilera de coches estacionados a cada lado, y no podía creer que fuera de noche todavía, que esa incandescencia fuera la noche. Daba lo mismo cerrar los ojos o mantenerlos abiertos.

DOS












Poco después mi hermano alquiló una película pornográfica y la vimos juntos. Era horrible y se lo dije. Él estuvo de acuerdo. La vimos hasta el final y luego nos pusimos a ver la tele, primero una serie americana y luego un concurso. Al día siguiente mi hermano devolvió la película y alquiló otra. También era pornográfica. Le dije que no teníamos dinero como para alquilar una película diaria. No me respondió. Cuando le pregunté por qué razón había vuelto a alquilar una película de ese tipo me respondió que para aprender.
—¿Aprender qué?
—Aprender cómo se hace el amor ——dijo mi hermano sin mirarme.
—Viendo películas cochinas no se aprende nada —le contesté.
—No estés tan segura —me respondió con una voz enronquecida que hasta ese momento nunca le había escuchado.
Tenía los ojos brillantes. Luego se puso a hacer ejercicio en el suelo, abdominales y cosas por el estilo, y por un segundo me pareció que se estaba volviendo loco. Pensé que no debía ser tan dura con él. Le dije que tal vez tuviera razón, que yo estaba equivocada y él tal vez estuviera siguiendo la línea correcta. «¿Tú todavía eres virgen?», me dijo desde el suelo. «Lo soy», dije. «Yo también», dijo él. Respondí que a su edad eso era lo más natural.
A la noche siguiente había una nueva película pornográfica en nuestra casa. Mientras la veíamos me quedé dormida. Antes de cerrar los ojos, pensé: voy a soñar con esta cochinada, pero en lugar de eso soñé con un desierto. Caminaba por el desierto, medio muerta de sed, y sobre un hombro llevaba un loro blanco, un loro que decía: «no puedo volar, lo siento, perdóneme usted, no puedo volar». Eso lo decía porque en algún momento del sueño yo le pedía que volara, que pesaba demasiado (por lo menos cinco kilos, era un loro grande) para cargarlo todo el tiempo, pero el loro no se movía de mi hombro por ningún motivo, y cada vez mis pasos se hacían más débiles, cada vez yo temblaba más, me dolían las rodillas, las piernas, las ingles, el estómago, el cuello, era como si estuviera enferma de cáncer, pero también era como si me estuviera corriendo, una corrida interminable y agotadora, o como si me tragara los ojos, mis propios ojos, procurando, eso sí, tragármelos y no morderlos, y el loro blanco de vez en cuando me daba ánimos, me decía: «valor, Bianca», pero por regla general mantenía el pico cerrado, y yo sabía que cuando cayera sobre la arena caliente y me estuviera muriendo de sed él iba a empezar a volar y se alejaría de esa zona del desierto hacia otra zona del desierto, se alejaría de mis despojos agónicos en busca de otros despojos menos agónicos, se alejaría de mi cadáver para siempre, para siempre.
Cuando desperté mi hermano dormía en su sillón y en la pantalla sólo se veía un mar gris, rayas grises y negras, como si una tormenta se acercara a Roma y sólo yo fuera capaz de verla.
No tardé en acompañar a mi hermano en sus escapadas por los videoclubs. Por las mañanas, en horario escolar, mientras los jóvenes de nuestra edad se dedicaban a estudiar o a robar o a drogarse o a prostituirse, yo empecé a frecuentar los videoclubs del barrio y de los barrios vecinos, al principio con mi hermano, que intentaba encontrar las películas perdidas de Tonya Waters, una actriz porno de la que se había enamorado y cuyas peripecias empezaba a saber de memoria, y después sola, aunque yo no alquilaba películas porno salvo cuando mi hermano me encargaba alguna en especial, por ejemplo alguna de Sean Rob Wayne, que había trabajado en dos ocasiones con Tonya Waters y que por este único motivo su carrera cinematográfica adquiría para mi hermano una relevancia particular, como si todo aquel que hubiese tenido relación con la Waters se hiciera automáticamente acreedor de su atención.
Sin sorpresa descubrí que me gustaban los videoclubs. Los de nuestro barrio no tanto, pero los de los otros barrios mucho. En eso me diferenciaba de mi hermano, que sólo iba a los videoclubs que quedaban cerca de casa o en el camino entre la casa y el gimnasio donde trabajaba. La familiaridad, a mi pobre hermano, le hacía bien.
A mí, por el contrario, me gustaba entrar en lugares desconocidos, establecimientos plastificados, higiénicos, con muchos clientes, o establecimientos de ínfima categoría, con un empleado solitario de origen balcánico o asiático, donde nadie sabía nada de mí. En esos días experimenté algo que se parecía si no a la felicidad, sí al entusiasmo, caminando al azar por calles que antes no frecuentaba y que indefectiblemente terminaban en la Via Tiburtina o en el Parco di Traiano. A veces entraba en un videoclub y me pasaba más de media hora mirando los aparadores llenos de carátulas de películas y luego me iba sin haber alquilado nada, no porque no me hubiera gustado ninguna, sino porque no tenía dinero.
En otras ocasiones, sin pensar en las consecuencias, alquilaba dos películas a la vez. Era omnívora: me gustaban las películas de amor (que casi siempre me hacían reír), las de terror clásico, el cine gore, las de terror psicológico, las de terror policial, las de terror bélico. A veces me quedaba sentada largo rato en el puente Garibaldi o en una banca de la isla Tiberina, junto al viejo hospital, y examinaba las carátulas de las películas como si fueran libros.
Algunos coches disminuían la velocidad cuando pasaban a mi lado. Oía murmullos a los que no prestaba atención. Generalmente bajaban la ventanilla y decían cualquier cosa, una promesa, y luego seguían de largo. Había coches que pasaban y no se detenían. Había coches que pasaban con las ventanillas ya bajadas y con jóvenes en su interior que gritaban «fascismo o barbarie» y que también seguían de largo. Yo no los miraba. Yo miraba las aguas del río y las carátulas de mis películas y trataba de olvidar las pocas cosas que sabía.

TRES












Una tarde mi hermano llegó con dos hombres.
No eran sus amigos, aunque mi hermano así quería creerlo. Uno de ellos era boloñés, el otro era libio o marroquí. Sin embargo, parecían hermanos gemelos. La misma cabeza, la misma nariz, los mismos ojos. Me recordaban una escultura de barro que había visto recientemente en una revista de la peluquería. Se quedaron a dormir.
—¿Dónde van a dormir? No hay sitio —le dije a mi hermano.
Éste me miró con aire de superioridad, como si tuviera la situación controlada.
—En el dormitorio de nuestros padres —dijo.
Tenía razón, había sitio. Los hombres durmieron allí.
Yo me acosté temprano y no quise ver mis programas favoritos.
Apenas pude pegar ojo. Cuando me levanté, a las seis de la mañana, encontré la cocina limpia. Los hombres habían fregado las ollas, los platos y los cubiertos, y los habían puesto en el escurridero. Los ceniceros estaban vacíos y limpios. Creo que hasta barrieron antes de irse a dormir. Desayuné pensando en eso y luego me fui a trabajar, aunque era muy temprano y pasé unas dos horas dando vueltas por el barrio.
Cuando volví ellos aún estaban allí. Habían hecho puré con espinacas y una salsa de tomate picante. La mesa estaba puesta. En el refrigerador había dos botellas de cerveza de litro. Sólo entonces, mientras comíamos, supe sus nombres. Me lo dijeron ellos mismos. Pero ya los he olvidado y prefiero no hacer un esfuerzo extra para recordarlos. Mi hermano parecía nervioso y feliz. Los dos hombres parecían tranquilos. El boloñés hasta me apartó la silla cuando me fui a sentar.
Esa noche me di cuenta de lo enormemente parecidos que eran, y esa noche, también, me dijeron que no eran hermanos aunque mucha gente así lo pensaba. El libio pronunció una frase que entonces me pareció misteriosa. Dijo que en cierta forma la gente no se equivocaba. Aunque nos parezca tonta, la gente nunca se equivoca. Aunque la despreciemos, y en ocasiones con razón, la gente nunca se equivoca. Ésa es nuestra condena, dijo.
—¿Sois hermanos o no sois hermanos? —les pregunté.
El libio dijo que eran hermanos de sangre.
—¿Habéis hecho un juramento de sangre, os habéis hecho un corte en la palma y habéis juntado vuestra sangre? ¿Eso queréis decir?
Eso querían decir. A mi hermano le pareció fantástico que aún hubiera personas que hicieran juramentos de ese tipo. A mí me pareció infantil. El libio estuvo de acuerdo conmigo, pero yo creo que estuvo de acuerdo sólo para no llevarme la contraria, pues si le parecía infantil, ¿por qué lo había hecho? A menos que se conocieran desde niños, lo que no era cierto.
Esa noche me quedé un rato a ver la tele con ellos.
Mi hermano los había conocido en el gimnasio, donde desempeñaban unos puestos de trabajo algo vagos, por momentos tenía la impresión de que eran monitores, un trabajo con cierto prestigio, en otros momentos parecían simples limpiapisos, tipos para hacer recados sin importancia, como mi propio hermano. De todas maneras, no cesaban de hablar del gimnasio, como la gente que cuando vuelve a casa sigue hablando de su trabajo. Ellos hablaban del gimnasio, mi hermano también (con un fervor que desconocía), y de dietas proteínicas y comidas que llamaban con nombres que a mí me sonaban a ciencia ficción, como Fuel Tank 3.000 o como las barritas Weider que proporcionaba todos los nutrientes que necesita un cuerpo ganador.
Hasta que yo les dije que si querían seguir hablando se fueran a hacerlo a la cocina porque no me dejaban oír el concurso que daban por la tele. A mí me gustaba (y aún me gusta) escuchar atentamente las preguntas y las respuestas de los concursos porque de esa manera, al tiempo que me divierto, aprendo algo que probablemente no me sirva para nada, pero que intuyo no está de más saber. A veces acierto con una respuesta. Cuando pasa esto último me da por pensar que tal vez yo también podría ir a la tele y concursar. Pero luego vienen más preguntas y no conozco ninguna respuesta y entonces comprendo que estoy mejor aquí, de este lado, porque si estuviera allí, delante de las cámaras, probablemente sólo haría el ridículo.
Lo más sorprendente de todo, sin embargo, fue que cuando les dije que se callaran ellos se callaron. Y entonces todos nos quedamos en silencio viendo el concurso, que estaba en su momento álgido, sólo quedaban dos participantes, un hombre ya mayor, de unos cuarenta o cincuenta años, y una chica joven de gafitas, con la cara demasiado seria, como reconcentrada, y con un pelo maravilloso, todo liso y negro reluciente que le llegaba hasta los hombros. Durante un momento pensé en esa chica sentada en la peluquería. Malas ideas. Traté de quitármela de la cabeza.
Entonces a la chica le preguntaron qué significaba la palabra nimbo. Y el boloñés, a mi lado, dijo que era una aureola, el círculo luminoso que identificaba a los santos.
Y antes de que la chica pudiera abrir la boca, añadió que también era una nube baja formada por aglomeración de cúmulos.
Yo me quedé mirando al boloñés y mirando la tele. Mi hermano sonreía, como si también él supiera la respuesta, aunque yo sabía que él tampoco la sabía. Y se pasó el tiempo y la chica perdió su turno y le tocó al hombre mayor, que dijo que un nimbo era, efectivamente, una nube baja.
Y cuando el presentador, por amargarle un poco la victoria al tipo viejo, le preguntó: «¿qué más, caballero?», el tipo se quedó mudo y no supo decir nada más.
Y luego vinieron más concursantes y más preguntas y el boloñés las respondía casi todas, algunas mal, es cierto, pero la mayoría bien, y mi hermano y hasta yo misma, he de reconocerlo, le dijimos que se presentara a ese concurso, que se podía forrar (aunque yo no empleé esa palabra), y luego mi hermano me dijo que su amigo siempre estaba haciendo crucigramas, y los hacía completos, no como el resto de los mortales que empiezan los crucigramas y no los acaban, y a mí me pareció que una cosa era hacer crucigramas y otra muy distinta ganar un concurso de la tele, pero no dije nada, a la vista estaba que el boloñés podía ganar cualquier concurso de preguntas y respuestas al que se presentara.
Pero luego me puse a pensar: ¿cuándo ha visto mi hermano a su amigo haciendo crucigramas? Porque si había algo claro era que se conocían del gimnasio, donde mi hermano trabajaba y el boloñés trabajaba e incluso el libio trabajaba, fregando el suelo, limpiando taquillas y duchas, pasando la escoba por las salas de pesas o vendiendo refrescos energéticos, tareas todas incompatibles con el ejercicio más bien ocioso de resolver crucigramas, que es algo que todo el mundo sabe que se hace cuando no se tiene nada que hacer.
Esa noche, cuando estaba metida en la cama y ya no se pían ruidos en la casa, pensé o mejor dicho vi a mi hermano y a sus dos amigos en la Estación Central, sentados en el self-service, esperando algo, mi hermano y el libio sin hacer nada, mirando a la gente que entraba y salía, el boloñés resolviendo el crucigrama de L'Osservatore Romano, un periódico, se mire como se mire, de derechas, aunque él decía que era un periódico anarquista, una precisión o una disculpa innecesaria y por lo tanto inútil. Una vez yo lo vi con el Tutto Caldo bajo el brazo y le dije: «compras ése», una constatación llana y simple, sin segunda intención, y él dijo sí, compro el Tutto Calcio, pero no es un diario de derechas, como todos creen, sino un periódico anarquista.
Como si a mí me importara qué periódico compraba o dejaba de comprar.
Mi padre compraba Il Messagiero. Mi hermano y yo no compramos periódicos (es un lujo que no nos podemos permitir). Yo no sé qué periódico es de derechas o de izquierdas. Pero el boloñés siempre se estaba justificando. Era parte de su carácter y también de su encanto, o eso creía él. En fin. Lo que iba diciendo: yo estaba en la cama, con la luz apagada y tapada hasta el cuello, en medio del silencio nocturno, un silencio que a mí me parecía que era amarillo, y vi a mi hermano y a sus dos amigos en un bar de la Estación Central de Roma, sentados alrededor de una mesa, con tres vasos de cerveza y con cara de aburridos, porque el que espera desespera y ellos estaban esperando algo que nunca llegaba, pero que iba a llegar, o al menos en eso cifraban su esperanza, los tres, y ahí sí que el boloñés tenía tiempo de sobra para acabar un crucigrama, el de L'Osservatore Romano o el de La Repubblica o el del Messagiero. Y esa imagen inventada me produjo una tristeza infinita. Sentí como si me apretaran el pecho, un dolor en el corazón y una sensación de angustia. Como si una neblina subiera desde las vías subterráneas e inundara toda la Estación Central sin que nadie (excepto yo, que no estaba allí) se diera cuenta. Como si esa neblina desdibujara el rostro de mi hermano y lo separara de mí de forma definitiva. Pero luego me dormí y olvidé o le resté importancia a lo que había visto o presentido, pues esa imagen realmente era un presentimiento.
Así pasaron los días.

CUATRO












Una mañana el boloñés y el libio se marcharon de casa. Durante una hora, más o menos, estuve inspeccionando los cajones para ver si habían robado algo. No faltaba nada.
Era innegable, incluso para mí, que su conducta había sido correcta durante los cinco días que permanecieron en nuestra casa. Lavaron siempre los platos, en tres ocasiones prepararon ellos mismos la cena, no intentaron propasarse conmigo. Esto último era importante para mí. Notaba el interés en sus miradas, en sus gestos, en la manera que tenían de hablarme, pero también notaba el control y esto me halagaba.
Sólo había tenido un novio en mi vida y nuestro noviazgo se rompió poco antes de que mis padres sufrieran el accidente automovilístico en aquella espantosa carretera del sur.
Mi novio era un chico del barrio, de mi misma edad, y no tardé mucho en verlo en compañía de otra chica, ambos muy felices, en la entrada de una discoteca. Yo volvía de mi trabajo en la peluquería, era un sábado, y caminaba distraída contemplando el cielo que, como ya he dicho, cada día era más extraño. Mi ex novio estaba con su nueva chica apoyado en el muro, junto a la puerta de la discoteca, y al verme pasar dijo mi nombre. Bajé la mirada y lo vi. Me sonreía amistosamente. Yo también le sonreí. Me preguntó si ya no iba a la escuela. No le contesté. Por un instante pensé que lo más lógico hubiera sido detenerme y hablar un rato con él y con su nueva amiga, pero en lugar de hacer eso aceleré el paso. Cuando estuve lejos volví a mirar el cielo y tuve la impresión de vivir en otro planeta.
Asunto concluido.
Con mi novio no se podía decir que yo hubiera ganado experiencia. Era un chico como cualquiera y a mí me gustaba y un día dejó de gustarme. Eso es todo. Con el boloñés (y también con el libio) era distinto, pues los había tenido comiendo y cenando en mi casa, durmiendo en la habitación de mis padres y mirándome desde una cercanía a la que nadie (a excepción de mi hermano) había accedido. ¿Qué habían visto?, me preguntaba. ¿Qué rostro, qué ojos habían visto? No me lo preguntaba muy a menudo, pero ciertamente me lo llegué a preguntar alguna vez. Ahora sé que la cercanía no existe. Siempre alguien tiene los ojos cerrados. Uno ve cuando el otro no ve. El otro ve cuando uno no ve. Sólo una madre puede estar cerca, pero eso entonces era lo desconocido. Inexistente. Sólo existía el espejismo de la cercanía.
Y la cercanía de los amigos de mi hermano, una cercanía construida, entre otras cosas, a base de miradas y pequeñas atenciones, no sólo me halagaba sino que también me gustaba. Para entendernos: yo no era la esclava de nadie, sino la rectora de todos. Yo estaba ciega, pero era la vara que medía la libertad de todos. Suena estúpido, pero así lo sentía y estoy segura que eso pretendían ellos que sintiera yo. No decían groserías delante de mí, no hacían lo que hacía mi hermano, bajaban la basura, levantaban siempre la tapa del váter, algo que ni mi difunto padre, un hombre silencioso y discreto, hacía.
Pero de mi padre no quiero hablar. Quiero hablar de los amigos de mi hermano y de la tarde o de la noche en que yo registré los cajones para comprobar si no habían robado nada antes de irse. Recuerdo que mi hermano me vio y me lo dijo con una certeza en él desconocida: «No se han llevado nada. Son legales. Son mis amigos». Pero yo igual inspeccioné toda la casa, habitación por habitación, y hasta en el baño husmeé por si se habían llevado algún frasco de colonia. Nada. Mi hermano tenía razón.
Luego pasó una semana y luego otra y mi hermano apenas hablaba de sus amigos.
Una noche, mientras veíamos la tele, dijo que estaban en Milán participando en un concurso de culturismo. Mister Italia. Yo me reí.
—Estarán en Frosinone —le dije.
Mi hermano me miró como si no entendiera nada. ¿Qué quise decir con eso? ¿Que un campeonato de culturismo en Frosinone era accesible a ellos y uno en Milán no? Tal vez. Igual hubiera podido nombrar otro pueblo de Italia, Cosenza o Catanzaro, por ejemplo, pero no Milán.
Después de eso mi hermano dejó de contar cosas de ellos. Mi actitud, lo sé ahora, era la de alguien que tenía los ojos abiertos, mientras mi hermano y sus amigos vagaban por lugares reales o imaginarios con los ojos cerrados. Tener los ojos abiertos, por otra parte, equivalía a consumirse. Me consumía.
Trabajaba, hacía la compra, cocinaba, veía la tele, acompañaba a mi hermano a alquilar vídeos. Algunas noches me asomaba a la ventana y la noche era luminosa como el día. A veces pensaba que me estaba volviendo loca, que eso no podía ser normal, tanta claridad, pero en el fondo yo sabía que nunca me iba a volver loca.
Esperaba algo. Una catástrofe. Una visita de la policía o de la asistente social. La llegada de un meteorito que ennegreciera el cielo. Mi hermano alquilaba películas de Tonya Waters y yo lavaba cabezas y nada sucedía.
Un día ellos volvieron.
Mi hermano no me dijo nada, tal vez él tampoco sabía que ellos volverían. Me los encontré una noche, al volver del trabajo. Estaban los tres sentados en el sofá viendo la tele. Los miré a la cara y les pregunté qué tal les había ido en Milán. El libio se levantó y me dio la mano. El boloñés me saludó con un gesto de hastío y no se levantó del sofá. Por sus expresiones me di cuenta enseguida de que no les había ido muy bien. Así que no insistí. Comimos juntos. Vimos la tele juntos. Esa noche, mientras estaba en la cama pensando en ellos (o más precisamente en sus rostros golpeados, rostros como acabados de lavar, lavados a la fuerza, como si una mano oscura les hubiera arrojado un cubo de agua y luego hubiera fregoteado sus rostros sin ninguna consideración, rostros mojados y cansados, como si hubieran realizado el camino de vuelta de Frosinone a pie o con cadenas), mientras estaba en la cama, como digo, con la luz apagada y los ojos abiertos, sin esperanzas de poder conciliar el sueño, uno de ellos entró en la habitación y me hizo el amor. Creo que fue el boloñés.
Entonces volví a preguntarle:
—¿Cómo os fue en Milán?
Y él dijo «mal, mal, mal», mientras se ponía algo en el pene y me penetraba. Creo que lo que se puso fue un condón, pero no podría asegurarlo.
A la mañana siguiente, antes de irme al trabajo, busqué el condón usado y no encontré nada. Así que es posible que se pusiera un condón y también es posible que se pusiera otra cosa. Pero ¿qué cosa? No lo sabré nunca y ahora me da igual saberlo o no saberlo, pero entonces, aquella mañana, mientras me vestía y hacía la cama, pensé en eso y en el peligro y en el amor y en todas las cosas de apariencia extraña que aparecen cuando menos te las esperas y que en realidad siempre son subterfugios de algo distinto, de otra cosa (de cosas realizables, no de cosas irrealizables), y luego me fui a trabajar, los demás dormían, mi hermano en su cuarto, sus dos amigos en la antigua habitación de mis padres, y las calles que recorrí ya no parecían las mismas del día anterior aunque yo sabía que eran las mismas, las calles no cambian de la noche a la mañana, es posible que en algunos lugares sí cambien, pero yo no conozco esos lugares, tal vez en África, pero aquí no, aquí la que estaba cambiando era yo y durante un buen rato caminé pensando en eso: estoy cambiando, estoy cambiando, pero cuando llegué a la peluquería me di cuenta de que seguía igual, las calles se habían movido ligeramente hacia la izquierda o hacia la derecha, hacia arriba o hacia abajo, pero yo seguía igual.
En mi descargo puedo decir, si es que hubiera algo que decir, si la noción de descargo fuera pertinente (que no lo es), que en ningún momento pensé que me estuviera enamorando. Veía negativos de situaciones amorosas. Veía negativos de experiencias pasionales cuyo punto de referencia siempre era una serie de televisión o el murmullo ya olvidado de unas niñas. A veces veía toda una vida en negativo: una casa más grande, en otro barrio, hijos, un trabajo mejor, años, la vejez, un nieto, la muerte en un hospital público o tapada con una sábana en la cama de mis padres, una cama que hubiera deseado oír cómo crujía, un crujido similar al de un transatlántico al hundirse, pero que, por el contrario, era silenciosa como un ataúd.
Esa noche volví a hacer el amor con uno de los amigos de mi hermano y la noche siguiente y la que siguió a esa noche también, y todas las noches de aquella semana y la semana que vino después, hasta que se me empezó a notar en la cara que hacía el amor todas las noches o que dormía poco, hasta el extremo de que mis compañeras de trabajo me preguntaron qué me pasaba, si estaba enferma o qué.
Entonces me miré en un espejo y me vi ojerosa, con la piel blanca, como si la luna, que para mí brillaba tanto como el sol, me estuviera afectando. Y entonces decidí que ya no tenía por qué hacer el amor cada noche y cerré mi puerta con llave.
La vida, contra lo que yo esperaba, siguió igual.

CINCO












¿Qué esperaba? En aquel tiempo debía de estar algo loca, pues esperaba lágrimas.
Eso era lo que esperaba. Pero no hubo ni una sola lágrima. Llamaron a mi puerta, varias veces, noche tras noche, pero ninguno de ellos lloró.
A veces, mientras lavaba una cabeza o mientras barría el pasillo de la peluquería, los imaginaba aguardándome en casa, armados de una paciencia que no era de este mundo o al menos no del mundo que yo conocía, sin hacer nada más que ver la televisión, mientras mi hermano y yo trabajábamos y llevábamos comida y pagábamos lo que había que pagar. Los imaginaba sentados en el sofá, en silencio, o los veía haciendo flexiones y toda esa clase de ejercicios que ellos hacían para mantener la musculatura, sobre la alfombra o junto al balcón que daba a la piazza Sonnino, mientras el día moría lentamente y la luz de la luna iba creciendo en intensidad, hasta inundar con una luz cegadora el último rincón de la noche.
No se van a ir nunca, pensaba entonces.
Otras veces pensaba: se irán sin avisar, un día llegaremos y ellos ya no estarán.
Pero al volver a casa siempre estaban. La casa reluciente, pues ellos se ocupaban, permanentemente animosos, de hacer todo lo que antes me tocaba hacer a mí. Animosos, he dicho, con buena disposición, aunque yo sabía perfectamente que esa disposición era falsa, tan falsa como la mía, una disposición de apariencia alegre que escondía una sensación de vacío, de tristeza y desconsuelo ante nuestra propia reacción frente al vacío. Sin embargo trabajaban en la casa. La comida siempre estaba preparada. El lavabo repasado con lejía. Las habitaciones hechas. Como si a través de estos gestos me estuvieran diciendo: no somos unos inútiles, parecemos unos inútiles pero no lo somos, al contrario, si estuviera en nuestras manos haríamos todo lo posible para que fueras feliz.
Una vez a la semana, en ocasiones dos, los dejaba entrar a mi habitación. No necesitaba decir nada, me bastaba con mostrarme algo más locuaz de lo habitual o mirarlos de forma intensa (o lo que a mí entonces me parecía una forma intensa de mirar) y ellos captaban de inmediato que aquella noche podían visitarme y encontrarían la puerta abierta.
Otras veces llegaba y encontraba la mesa puesta sólo para una persona, para mí, y una nota de mi hermano diciéndome que volverían tarde, que un negocio urgente los había arrastrado inesperadamente a un extremo de la ciudad, que en la cocina había arroz y en el refrigerador una pieza de pollo. Las notas de mi hermano indefectiblemente acababan con una posdata del boloñés (a veces creo que el libio no sabía escribir, pero esto es intrascendente) donde refrendaba las palabras de mi hermano y me aseguraba que lo cuidarían.
Después de comer y lavar los platos, me sentaba a ver algún concurso en la tele y trataba de imaginar dónde estarían, en qué líos se habían metido, A veces, harta de la desesperación y codicia que desfilaba por la pantalla, releía la nota y comparaba la letra de mi hermano con la letra del boloñés. La de mi hermano era una caligrafía frágil, torpe, insegura. La del boloñés era la de un presidiario. Tras mucho estudiarla se me figuraba que más que una caligrafía aquello era un tatuaje. A veces intentaba recordar el cuerpo desnudo del boloñés, intentaba recordar si en su cuerpo se había tatuado él mismo una letra, una palabra o un dibujo, pero no conseguía recordar nada.
Creo que en el fondo temía una desgracia. Creo que presentía la inminencia de una desgracia y tenía miedo por el destino de mi hermano, que tan ligado parecía al destino de sus amigos. Ellos me daban igual. Eran mayores que nosotros y estaban familiarizados con las adversidades, pero mi hermano era inocente y yo no quería que le pasara nada.
De vez en cuando tenía sueños atroces: veía a mis padres caminando por una carretera del sur, no me reconocían, yo pasaba de largo, contenta de haber cambiado tanto pero luego me arrepentía y volvía sobre mis pasos, pero entonces mis padres se habían transformado en gusanos que se arrastraban dificultuosamente por el arcén, uno detrás de otro, junto a un cartel en donde se leía REGGIO CALABRIA 33 KILÓMETROS, y aunque yo los llamaba por sus nombres, les pedía que me contestaran, les advertía que yendo así, arrastrándose, no llegarían a ninguna parte, ellos ni siquiera volvían sus cabezas de gusano para echarme una última mirada y seguían impertérritos su camino. Por la carretera pasaba de vez en cuando algún coche último modelo, con las ventanillas bajadas y jóvenes en su interior que gritaban «fascismo o barbarie».
En el sueño yo lloraba, pero al despertarme tenía los ojos secos y si saltaba de la cama y me miraba de inmediato en un espejo, veía mi rostro endurecido, con una expresión que hasta a mí misma me asustaba.
El ánimo de los amigos de mi hermano a veces caía en picado. Si les preguntaba qué ocurría, qué problema tenían, siempre daban la misma respuesta: no nos pasa nada, todo va bien, nuestra suerte está a punto de cambiar. Mi hermano los escuchaba y asentía con la cabeza. A veces incluso sus propias palabras los entusiasmaban, como si se administraran una droga enfervorizante.
Yo entonces llevaba los platos a la cocina y desde allí les preguntaba si querían café y ellos decían sí, queremos, y yo hacía café y me sentaba en la silla de la cocina, mascando un chicle de menta, y me ponía a pensar en el significado de la frase «cambiar nuestra suerte», una frase que para mí no tenía ningún significado, por más vueltas que le diera, porque la suerte no se puede cambiar, o existe o no existe, y si existe no hay manera de cambiarla, y si no existe somos como pájaros en una tormenta de arena, sólo que no nos damos cuenta, por supuesto, tal como dice la canción de Luciano Marchetti: «somos pájaros en la tormenta, nadie lo experimenta». Aunque yo creo que hay gente, gente muy desdichada o con muy mala suerte, que sí se da cuenta de ello.
Lo mejor es no pensar en esas cosas. Pasan, nos rozan, se van, o pasan, nos rozan, nos envuelven, y lo mejor, siempre, es no pensar. Pero yo pensaba, esperaba a que se hiciera el café y me preguntaba qué querían decir con la expresión cambiar la suerte, qué método esperaban utilizar para cambiar la suerte (la suerte de ellos, no la mía ni la de mi hermano, aunque en cierto sentido la suerte de ellos iba a incidir, eso hasta un tonto lo hubiera sabido, en la suerte de mi hermano y tal vez hasta en mi propia suerte), en qué clase de negocios estaban dispuestos a meterse, hasta dónde estaban dispuestos a arriesgarse para que la suerte dejara de ser esquiva y se tornara dulce con ellos y con nosotros.
Por aquellos días la situación económica había empeorado. No mucho, pero en la tele decían que había empeorado. Creo que algo le pasaba a Europa o a Italia. O a Roma. O a nuestro barrio. Lo cierto es que el dinero apenas alcanzaba para comer y un día mi hermano se me acercó, acompañado por sus amigos, que se quedaron a unos metros de distancia, como si no quisieran inmiscuirse en algo tan íntimo como una conversación entre un hermano y una hermana, pero también como si no pudieran resistir la tentación de presenciar, aunque fuera a distancia prudencial, mi reacción ante lo que mi hermano me iba a decir y que ellos ya sabían de primera mano.
Y lo que mi hermano me dijo es que ya no trabajaba en el gimnasio. Le pregunté si lo había dejado él. Dijo que en cierta forma así era.
— ¿Lo has dejado o te han echado?
Admitió que lo habían echado. Cuando le pregunté por qué lo habían echado contestó que no lo sabía. Después añadió que era algo normal, que muchos jóvenes se quedaban sin empleo de la noche a la mañana.
—Pero esos jóvenes no son huérfanos como nosotros —le grité—, esos jóvenes tienen padres y pueden permitirse el lujo de pasar una temporada en el paro.
Mi hermano dijo que cuando empezaban a despedir a la gente de sus puestos de trabajo poco importaba que fueran huérfanos o no. El boloñés y el libio asintieron. Sus rostros tenían una expresión compasiva que me revolvió el estómago. Los miré como si no existieran. Le pregunté a mi hermano cómo nos íbamos a arreglar sólo con mi sueldo. Mi hermano se puso a gritar y dijo que él no tenía la culpa de nada. Le dije que no me gritara, que encima de parado, maleducado, pero mi hermano siguió gritando y profiriendo amenazas dirigidas a gente de la que yo no había oído hablar en mi vida y prometiéndome que la situación iba a cambiar, aunque sin explicarme cómo, aunque de todas maneras sus promesas ya no las recuerdo porque entonces me puse a pensar en otras cosas, y entonces el boloñés y el libio dieron un paso al frente, o tres pasos, o tal vez cuatro pasos, y cogieron a mi hermano, que se había puesto pálido como una hoja de papel, por los hombros y la cintura, no lo recuerdo con precisión, sólo sé que en aquel momento me dio mala espina la forma en que lo sujetaron, por los hombros está bien, pero por la cintura me pareció excesivo, mi hermano estaba excitado pero tampoco se encontraba en un estado de descontrol total, sólo gritaba y gritaba, igual gritaba para no ponerse a llorar, pero ellos lo cogieron por la cintura y se lo llevaron a la sala o a la antigua habitación de mis padres y yo me fui a mi habitación.

SEIS












Resumiendo: la situación económica empeoró.
Mi salario no alcanzaba para mantener a cuatro personas y encima hacer frente a los gastos de una casa. Una noche llegué y no había luz. A mí no me molestaba, pero tuvimos que empeñar el anillo de casamiento de mi madre y varias cosas más (que nunca recuperamos) para pagar el recibo y volver a tener electricidad y así al menos poder ver la tele.
Una tarde en que no había nada que hacer, en la peluquería, mientras hojeaba una revista encontré un test. Parecía especialmente hecho para mí. La revista se llamaba Donna Moderna y era la primera vez que la veía. Cuando me fui a casa me la llevé y respondí el test.
— ¿Qué opinión te merecen los hombres menores de veinte años?
Son como mi hermano. Eso creo. No tienen trabajo. Una buena opinión.
— ¿Qué opinión te merecen los hombres menores de treinta años?
Ninguna.
— ¿A qué edad te gustaría morir?
Antes de cumplir cuarenta años. A los treinta y seis.
— ¿De qué actor de cine te gustaría ser novia?
De Brad Pitt.
— ¿De qué actor de cine te gustaría ser esposa?
De Edward Norton.
— ¿De qué actor de cine te gustaría ser amante?
De Antonio Banderas.
— ¿De qué actor de cine te gustaría ser hija?
De Robert de Niro.
— ¿Qué actriz de cine te gustaría que fuera tu mejor amiga?
Maria Grazia Cucinotta. (Es extraña esta respuesta, pues Maria Grazia Cucinotta siempre me ha parecido una mujer superficial y egoísta, preocupada únicamente de sí misma.)
— ¿Qué actriz de cine te gustaría ser?
Maria Grazia Cucinotta.
— ¿Conoces a alguien capaz de arriesgar su vida por ti?
No. No conozco a nadie. Además, si lo conociera, haría todo lo posible para disuadirlo. Le diría que no vale la pena poner en peligro su vida por mí. Me mostraría tal cual soy y él entonces ya no querría ni verme.
—Si fueras un pájaro, ¿qué clase de pájaro serías?
Un búho.
—Si fueras un mamífero, ¿qué clase de mamífero serías?
Un topo. O una rata. La verdad es que ya estoy viviendo como rata.
—Si fueras un pez, ¿qué clase de pez serías?
Uno de esos que utilizan como cebo. Una vez, de niña, vi a un pescador en el lago Albano, cerca de Castelgandolfo, la residencia del Papa, que pescaba con una enorme caña de pescar y tenía a su lado un cubo y una caja pequeñita. En el cubo había peces recién pescados, creo que tres, horribles, medio vivos, de color negro arenoso, y en la cajita estaban los cebos que el pescador enganchaba en su anzuelo. Los cebos eran peces diminutos, translúcidos, con tintes de plata. Cuando le pregunté al pescador si los había pescado a todos, éste me respondió que no, que unos, los grandes, eran los padres, y los pequeños los hijos. Y que a los primeros los había, efectivamente, pescado, y a los segundos los había comprado en una pescadería de Frascati. Y que no eran buenos para comer, sino sólo para servir de cebos.
— ¿Qué tipo de accidente geológico te gustaría ser?
Una fosa marina.
—Si fueras un automóvil, ¿qué marca de automóvil te gustaría ser?
Un Fiat de carne. (No es una buena respuesta. En realidad me gustaría ser un coche antiguo, un Lamborghini. Y no salir más de dos o tres veces al año del garaje. También me gustaría ser un taxi de Los Ángeles, con los asientos manchados de semen y sangre. La verdad es que no sé conducir y tampoco me interesan los coches.)
—Si fueras una película, ¿qué película te gustaría ser?
Me gustaría ser Guerra y paz, con Audrey Hepburn y Henry Fonda. La vi hace poco en la tele. Y ocurrió una cosa curiosa: mi hermano y el boloñés se quedaron dormidos. Pero el libio aguantó hasta el final y dijo que le había parecido una película estupenda. A mí también me lo pareció, le dije. Sí, ya me di cuenta, dijo él.
—Si tuvieras que matar a alguien, si no tuvieras ninguna otra opción, ¿a quién matarías?
A cualquiera. Me asomaría a la ventana y mataría a cualquiera.
—Si fueras un país, ¿qué país serías?
Argelia.
— ¿Te consideras una muchacha guapa?
Sí.
— ¿Te consideras una muchacha inteligente?
No.
—Sí tuvieras que matar a alguien, si no tuvieras ninguna otra opción, ¿qué arma elegirías?
Una pistola. Tuve una amiga, cuando aún iba a clases, que decía que le gustaría matar a su novio con una bomba atómica. Recuerdo que eso me hacía mucha gracia, porque no sólo el novio de mi amiga moriría sino también yo y todos los habitantes de Roma y los alrededores, incluso puede que hasta los pescadores de Frascati.
— ¿Cuántos hijos te gustaría tener?
Cero.

SIETE












Los sábados y domingos eran los peores días, porque estábamos los cuatro juntos y no teníamos nada que hacer. Durante el resto de la semana mi hermano y sus amigos salían (o eso me decía a mí cuando regresaba a casa) a buscar trabajo, pero nunca encontraban nada, ni siquiera algo temporal, una faena de algunas horas que le proporcionara un poco de dinero para ir tirando.
Por las noches, cuando me iba a mi habitación (ellos seguían viendo la tele hasta la madrugada), pensaba en mis padres, en el accidente, en las zigzagueantes carreteras del sur, y todo me parecía tan lejano que me hacía llorar de rabia.
Cuando esto ocurría me levantaba como impulsada por un resorte, volvía a la sala, le hacía una seña a cualquiera de los amigos de mi hermano (sin importarme, además, que éste me viera) y me lo llevaba a mi habitación, donde hacíamos el amor hasta que me quedaba dormida y podía por fin soñar, al menos, con otras cosas.
No me gustaba mi vida. Las noches seguían siendo claras y diáfanas, pero yo estaba dejando de ser una huérfana y comenzaba a internarme en un territorio aún más precario donde no tardaría en ser una delincuente.
¿Qué clase de delincuente? Daba lo mismo. A mí me era indiferente, aunque por supuesto sabía que en el reino de la delincuencia había muchos grados y escalones y que, por mucho que lo intentara, yo jamás podría acceder a los sitios más elevados.
Tenía miedo de ser una puta. No me hubiera gustado ser una puta. Sin embargo intuía que todo era cuestión de acostumbrarse. A veces apretaba los puños, mientras estaba en la peluquería, trabajando, e intentaba imaginar mi futuro. Ladrona, asesina, vendedora de drogas al por menor, contrabandista, estafadora. No, estafadora probablemente no, porque los estafadores siempre tienen un maestro que les enseña, ¿y a mí quién me iba a enseñar nada? Tampoco me hubiera gustado ser vendedora de drogas. No me gustan los drogadictos. No tengo nada contra ellos, pero tratar con drogadictos todo el día me parecía algo insoportable (ahora no, ahora ya no me lo parece, ahora creo que los que están con los drogadictos son una especie de santos y que los drogadictos mismos son santos también). En momentos de gran exaltación me veía como ladrona o asesina. En el fondo sabía que lo más viable era ser puta.
Fuera como fuera, por aquellos días yo intuía que me estaba acercando de manera inexorable al territorio de la delincuencia y esa cercanía me mareaba, me emborrachaba, dormía mal, tenía sueños donde nada significaba nada, sueños sin ataduras donde yo tenía el valor de hacer lo que quería, aunque las cosas que hacía en los sueños no eran precisamente las cosas que hubiera hecho en la vida real, las cosas que me apetecía hacer en la vida real.
En el fondo siempre he sido una persona sencilla. Ahora soy una persona sencilla y antes, cuando las noches eran igual de claras que el día, también. No me daba cuenta, pero lo era. Me miraba y la luz del espejo me enceguecía. No daba reposo a mi alma. Pero era una persona sencilla, de lo contrario hubiera salido disparada para arriba y ahora todo sería diferente.
A partir de este momento mi historia se hace más borrosa aún.


OCHO












Creo que durante unos días viví como de puntillas. Iba de casa al trabajo y del trabajo a casa intentando no llamar la atención, y por las noches veía la tele, no demasiado, pues mi interés por los programas que antes solía ver comenzó a decaer de forma paulatina.
A veces llegaba y la casa estaba sola. Cuando pasaba esto comía en la cocina, sentada en un taburete blanco, mirando las baldosas blancas de las paredes, contándolas de arriba abajo, y luego contando las hileras, y luego me olvidaba, y luego las volvía a contar. Puedo decir, sin ser irónica, que me aburría.
En ocasiones entraba al antiguo dormitorio de mis padres. Aparentemente continuaba siendo el mismo y si por un milagro mis padres, como fantasmas o como zombis, hubieran abierto la puerta, nada habrían encontrado fuera de sitio.
Sin embargo había pequeñas cosas que desmentían esa suposición.
Semioculta detrás de una silla había una maleta. Encima del armario asomaba parte del esqueleto de una mochila. La maleta era de cuero, de buena calidad, y en su interior sólo había ropa limpia que pertenecía indistintamente al boloñés y al libio. En la mochila había algo de ropa sucia, no mucha, pues si algo tenían los amigos de mi hermano era una innegable vocación para la limpieza. No encontré en sus pertenencias ni un solo papel personal. Ni una carta ni una libreta de direcciones ni una fotocopia de los papeles de la Seguridad Social. Supuse que los papeles importantes los llevaban siempre consigo. O no los tenían. O no existían.
Por aquellos días también recuerdo una conversación con una compañera de trabajo. Era de mi misma edad, pero ella tenía novio, y una tarde antes de que cerráramos la peluquería se puso a hablar de su futuro. Por un instante creí que me estaba volviendo loca. No podía dar crédito a lo que oía.
— ¿Estás hablando en serio? ¿No me tomas el pelo?
Hablaba en serio, aunque cuando vio mi expresión descompuesta dejó de hablar y se marchó hacia la otra punta del establecimiento, donde le dijo algo a una peluquera que descansaba sentada en una silla, fumando un cigarrillo y mirando por la ventana el atardecer. La cara de la peluquera dejaba ver una profunda melancolía. El rostro de mi compañera, por el contrario, me pareció malévolo. Respiraba con dificultad, como si hubiera corrido de una punta a la otra en un tiempo récord, y aunque se rió varias veces, como si no diera crédito a sus propias palabras, yo la noté asustada. La peluquera la escuchó sin levantarse de la silla. Tuve la impresión de que las palabras de mi compañera le resbalaban por el rostro, un rostro más bien duro y nada indulgente. Eso es lo que recuerdo. También recuerdo el atardecer, un atardecer de tonos rosados y ocres que se colaba hasta el fondo de la peluquería, pero sin llegar a tocarme nunca.
Esa noche volví a casa sin llorar, que era algo que me estaba sucediendo en los últimos días. Era como si al salir del trabajo entrara de pronto en un túnel de viento que me hacía llorar sin motivo. Un túnel que al principio actuaba de forma natural, provocando mi llanto sin más, pero que en los últimos días, lejos de acostumbrarme a él, me producía una tristeza enorme, una tristeza que sólo podía enfrentar llorando.
Pero ese día, como si presintiera que a partir de entonces mi vida iba a dar un giro rotundo, no lloré. Me puse mis gafas negras, salí de la peluquería, entré en el túnel y no lloré. Ni una sola lagrima.
Mi hermano y los dos hombres que vivían en nuestra casa estaban esperándome. Los vi desde la calle. Los tres estaban asomados a una ventana, como peces en una pecera, y vigilaban la calle. Tardaron bastante en verme, detenida en la acera, mientras yo los contemplaba.
Subí las escaleras lentamente. Cerré la puerta y me detuve a mitad del pasillo. Ellos aparecieron de golpe y se pusieron a hablar. Los escuché. ¿Qué otra cosa podía hacer? Pero sus palabras las he olvidado. Tenían un plan. Eso lo recuerdo. Un plan borroso en el que todos, mi hermano también, habían cifrado su destino y puesto su grano de arena, su aporte personal, su visión de la suerte y de los giros de la suerte.
Recuerdo que escuché sus palabras y luego me abrí paso hasta la sala y me senté, cansada de oír tanta información en tan poco tiempo. Ellos me siguieron y permanecieron silenciosos y a la espera.
Les dije:
—No se queden callados, la idea es buena, sigan hablando.
Tal vez no dije que la idea fuera buena. Tal vez dije que quería escucharlos hasta el final. (Pensé que todos íbamos a acabar en la cárcel, pero eso no lo dije, no soy una aguafiestas.)
Ellos sonrieron y obedecieron. Mi hermano parecía el más entusiasmado, como si la idea hubiera sido suya, aunque yo sabía que no había sido así. El libio parecía el más escéptico. Lo cierto es que los tres estaban dispuestos a hacerlo y se agarraban como náufragos al plan que desplegaban ante mis ojos y que pintaban con los mejores colores, algo que apenas iba a requerir de algún pequeño sacrificio, un plan donde la astucia era el principal ingrediente, el golpe perfecto que nos abriría a los cuatro las puertas de una vida nueva, una casa cerca de la playa, por ejemplo, un restaurante en Tánger, un gimnasio en el norte.
Cuando terminaron de hablar les dije que me parecía bien. Luego me levanté y me fui a la cama y me puse a dormir sin haber cenado.
A las cinco de la mañana me desperté. Encendí la luz, me puse a hojear revistas antiguas y durante un rato estuve reflexionando en lo que me habían explicado. Ahora seré una delincuente, pensé sin miedo.
A la mañana siguiente no fui a trabajar, me levanté temprano, salí a la calle, compré pan y llamé desde un teléfono público diciendo que estaba enferma. No sé si se lo creyeron o no. A mí me daba igual.
Ese mediodía el libio y el boloñés me llevaron a la casa de Maciste. Su nombre no era ése, pero todo el mundo lo llamaba así. Unos le decían Maciste, otros Mister Maciste o señor Bruno, otros Mister Universo. Depende. La mayoría no lo llamaba de ninguna manera porque Maciste no salía nunca de su casa y nadie lo conocía y muchos que lo habían conocido, en persona o de nombre, ya lo habían olvidado.
La casa estaba en via Germánico, una casa de dos plantas, con un pequeño y descuidado jardín en la parte delantera, flanqueada por dos edificios de seis o siete pisos. Había una reja alta, de hierro. Las ventanas estaban con los portigones echados, como si allí no viviera nadie. La pintura de la fachada, en algunas zonas, se veía desconchada, acentuando si cabe la sensación de abandono. Al acercarnos a la puerta, sin embargo, no vimos correspondencia en el suelo ni papeles tirados en el jardín, lo que indicaba que de vez en cuando alguien iba a hacer la limpieza. A veces Maciste aparecía por un gimnasio de via Palladio, según el boloñés, y a veces del gimnasio de via Palladio enviaban a alguien a arreglar algunas máquinas de ejercicio que a Maciste se le estropeaban.
—En esta casa —me dijo el boloñés cuando ya nos marchábamos— tiene montado sólo para él un gimnasio particular gigantesco. Una vez vine yo y otro camarada a arreglar una tabla de pesas y trabamos cierta amistad. Volví en dos ocasiones más, pero no pude traspasar el umbral. Maciste es desconfiado.
Después, por la tarde, mientras seguíamos dándole vueltas a lo que íbamos a hacer, me contaron que durante una época, probablemente antes de que mi hermano y yo naciéramos, Maciste había sido una estrella de cine y que sus películas habían dado la vuelta al mundo. Luego tuvo el accidente y se retiró. A partir de ese momento fue entrando poco a poco en el olvido.
Aunque Maciste no era una de esas personas que se pudiera olvidar con facilidad. Yo, por ejemplo, sé que nunca lo olvidaré. Pase lo que pase, yo nunca lo olvidaré.

NUEVE












Su nombre real era Giovanni Dellacroce. Eso ni el boloñés ni el libio lo sabían, menos aún mi hermano, que en esta historia, siento decirlo, hizo el papel de primo, que era a lo que lo abocaba su edad y su falta de estudios. Su nombre artístico era Franco Bruno. La gente lo llamaba Mister Universo, pues había obtenido este título dos veces, ambas al principio de la década de los sesenta, o Maciste, que fue el personaje que interpretó en cuatro, tal vez cinco películas, todas de gran éxito, tanto en Italia como en el resto del mundo. Había nacido en Pescara, pero desde los quince años vivió en Roma, en un barrio de los suburbios, Santa Loreto, al que consideraba su barrio y por el que sentía, en ocasiones, una gran nostalgia, aunque cuando la fortuna estuvo de su lado compró la casona de via Germánico donde yo lo conocí la noche que me llevaron.
Una noche que parecía un mediodía de agosto y que fue una de las más raras de mi vida.
El boloñés tocó el timbre varias veces. Una voz salida de un interfono nos preguntó quiénes éramos.
—Amigos —dijo el boloñés. Nadie le contestó. Parecía que el interfono se había estropeado. Al cabo de un rato volvió a llamar y dijo el nombre del gimnasio y el nombre, según creí entender, de un amigo común, y como si eso no bastara pronunció en voz alta nuestros nombres completos, el mío incluido.
Entonces se abrió el portón y accedimos al pequeño jardín descuidado donde las plantas luchaban, incluso de noche, por un espacio vital inexistente. Más que un jardín aquello daba la impresión de un cementerio.
El porche tenía tres escalones de piedra. Durante mucho rato estuvimos allí esperando a que alguien abriera la puerta.
El nerviosismo y al mismo tiempo la alegría, una alegría primordial sin dudas ni resquebrajaduras, que traslucían en sus semblantes los amigos de mi hermano, es algo que vuelve a mi memoria en los recuerdos de aquella noche y que trato de rechazar cada vez que la rememoro, porque esa alegría no la quiero para mí ni la quiero cerca de mí. Es una alegría que se parece demasiado a la mendicidad, a una explosión de mendicidad, y también es una alegría que se parece a la crueldad, a la indiferencia.
Luego la puerta se abrió y nos permitió vislumbrar un umbral oscuro donde yo creí ver una sombra que se movía muy rápida, y un recibidor también oscuro en el que entramos y del que volvimos a salir como niños asustados ante una responsabilidad misteriosa, y al que de inmediato volvimos a entrar, como avergonzados, y del que irremediablemente volvimos a salir, hasta que yo di tres pasos hacia el interior, esta vez sola, y tropecé con un mueble y pregunté si había alguien allí.
Una voz, la de Maciste, dijo que me quedara quieta, que no avanzara ni retrocediera, y luego saludó a los amigos de mi hermano, un saludo escueto, hola, ¿cómo están?, y en ese cómo están yo intuí una fragilidad enorme, una fragilidad parecida a una mantarraya que caía desde el techo, como si aquel recibidor oscuro estuviera en el fondo del mar y la mantarraya nos observara desde arriba, a mitad de camino entre el fondo y la superficie.
Después oí la respuesta del boloñés y el libio que decían que estaban bien, ¿y usted cómo está, señor Bruno?, y Maciste, que ya no estaba arriba y cuya voz ya no me hacía intuir un sin fin de fragilidades, respondía:
—A merced de los achaques, hijitos, qué se le va a hacer.
Y esto lo decía con una voz en la que no había un ápice de achacosidad, sino más bien todo lo contrario, una voz que ahora retumbaba en la oscuridad como si ésta, la oscuridad, fuera un bozal del que tiraba con furia, con ganas de salir al porche y comerse de dos bocados a los amigos de mi hermano que en ese momento, los muy cobardes, le decían que ellos ya no tenían nada que hacer allí, que esperaban que todo fuera bien, y luego se iban deseándonos buenas noches, a Maciste y a mí, y justo entonces, mientras ellos retrocedían casi a la carrera hasta la verja del jardín, la puerta de la casa se cerró sin que yo viera ninguna sombra proyectada en el quicio abierto, por lo que deduje que había cerrado la puerta mediante una célula fotoeléctrica o un artilugio parecido.
Después me vi sumida, por primera vez en mucho tiempo, en la oscuridad total.
Lo que sucedió a continuación es difícil de relatar. La voz de Maciste me condujo hasta una habitación en el primer piso, iluminada por una débil bombilla semioculta en una esquina. Sé que subí unos escalones, pero también sé que bajé unos escalones. La voz de Maciste iba siempre por delante de mí, indicándome escuetamente el camino. No sentí miedo. Atravesé una galería oscura, con un largo ventanal de una punta a la otra y desde el que se podía apreciar una parte del jardín trasero y los altos muros cubiertos de hiedra que separaban a la casa del edificio vecino. Me sentía tranquila. Abrí una puerta. Contra lo que imaginaba, no era la habitación de Maciste sino una especie de gimnasio. Su gimnasio particular, del que ya me habían hablado los amigos de mi hermano.
Encendí la luz. Sobre una mesa de madera observé varias botellas de linimento Vital y diversas cremas corporales. Me saqué la chaqueta y esperé. Al cabo de un rato la luz volvió a apagarse. Sólo entonces la puerta se abrió y vi a Maciste.

DIEZ












Todo es difícil de relatar, ya lo he dicho. Lo que sucedió, lo que sentí, lo que vi. Lo que pudo suceder, lo que pude ver y lo que pude sentir. Lo que sintió él no lo sé, no lo sabré nunca.
Era grande y gordo. Pero en realidad así no era Maciste. Era grande, sí, alto y ancho. También era gordo Había sido campeón mundial de culturismo y una parte minúscula de esa gloria aún sobrevivía en algún lugar, no en su cuerpo, posiblemente, sino en sus gestos. Su cuerpo tenía el color blanquecino de los que nunca toman el sol. La cabeza la llevaba rapada o bien se había quedado calvo del todo. Era cortés. Llevaba una bata negra, muy vieja, que le llegaba casi hasta los tobillos y unas gafas oscuras que su cara grande hacía parecer pequeñas.
Recuerdo que avanzó hacia el centro del gimnasio, donde yo me hallaba, con pasos lentos que delataban que él también se sentía nervioso o incómodo.
Me preguntó cómo estaba y cuántos años tenía. Le mentí, tal como había convenido con los amigos de mi hermano, y le pregunté a mi vez por qué le llamaban Maciste.
— ¿Estás cómoda? —preguntó.
—Estoy bien y tengo diecinueve años ¿Por qué te dicen Maciste?
Buscó a tientas una silla y yo supe entonces, sin la menor duda, que estaba ciego.
Murmuró que en su época había hecho varias películas interpretando a ese personaje.
Me quedé sin saber qué decir, no por su respuesta, sino por haberme dado cuenta de que estaba delante de un ciego. Los amigos de mi hermano no me lo habían advertido. Pensé, con rabia, que eran unos hijos de puta e hice el gesto de coger mi chaqueta y salir corriendo de aquella casa. Pero también pensé: ¿y si ellos no lo sabían? ¿Iba a echar a rodar un plan ambicioso, quiero decir ambicioso a nuestra escala, sólo por un equívoco? ¿Iba a dejar que mi hermano siguiera vagando por las calles de Roma sólo por un malentendido que, además, no alteraba en nada nuestros propósitos? ¿Y si nadie o muy pocos sabían que era ciego? Porque la vida de Maciste era un misterio, según me habían dicho, y ni el boloñés ni el libio podían considerarse como pertenecientes a su círculo más íntimo, si es que ese círculo existía.
En ese momento fue cuando Maciste dijo:
—Mi nombre artístico era Franco Bruno.
Y yo pensé: ¿qué?
Y él dijo:
—Ahora el culturismo es considerado un deporte, cuando yo lo practicaba era un arte... Igual que la magia... Hubo un tiempo en que fue considerada un arte y los magos unos artistas... Ahora sólo es parte del espectáculo.
Y tras un largo silencio que aproveché para cavilar en otras cosas, dije:
—Entiendo lo que quieres decir —aunque en realidad no había entendido nada, pues hasta donde sabía Maciste había sido actor de cine y campeón de culturismo, pero no mago. Tal vez sólo sentía simpatía por los magos.
Y Maciste al oírme volvió su cara hacia mí y me preguntó si estaba desnuda. Le dije que no, que sólo me había quitado la chaqueta.
— ¿Te explicaron?... Necesito compañía... No sé si te explicaron.
Le dije que sí, que me habían explicado todo.
—No te preocupes —dije.
Entonces se despojó de su bata y lo vi desnudo por primera vez. Me dijo:
—Ven aquí y apaga la luz.
—No hay ninguna luz encendida —dije.
— ¿Puedes ver en la oscuridad?
—Más o menos —dije.
—Qué curioso. ¿Desde siempre?
—No —dije—. Si esto me hubiera pasado de niña, me habría vuelto loca. Desde hace poco. Desde el accidente en que murieron mis padres.
— ¿Un accidente de coche?
—Sí. No me gusta hablar de ello. Mis padres murieron.
—Lo siento mucho —dijo Maciste.
Nos quedamos en silencio, cada uno sentado en su respectiva silla. Al cabo de un rato me preguntó si quería beber algo. Le dije que sí.
Maciste salió del gimnasio caminando como lo hacía cualquier persona. Durante unos segundos me pregunté si no me había equivocado en mi anterior apreciación, aunque es bien sabido que los ciegos en un espacio conocido se mueven sin ninguna dificultad.
Cuando volvió traía una botella de Coca-Cola de litro y medio y dos botellines en miniatura de whisky, como esos que, según dicen, dan en los aviones o uno encuentra en los minibares de los hoteles. Pensé que se le había olvidado traer los vasos y esperé. Cuando lo vi beber directamente de la botella, hice lo mismo.
— ¿Conducías tú el coche cuando murieron tus padres?
Me molestó que me hiciera esa pregunta. Le dije que no sabía conducir y que cuando murieron mis padres yo me hallaba en Roma, en casa, con mi hermano.
—Curioso —dijo Maciste—. ¿Y a partir de entonces puedes ver en la oscuridad?
—Pues sí, a partir de entonces, o del segundo día o del tercero.
—Es decir, es algo nervioso —dijo Maciste.
—No sé si será nervioso o sobrenatural, ni me importa —dije yo.
Después, mientras caminaba hacia su silla, noté que un rayo de luna, gordo como una ola, entraba en el gimnasio. Maciste me desnudó. Me palpó la cara y la cintura y las piernas. Después se levantó y fue a buscar los frascos con las cremas corporales y el linimento.

ONCE












Comencé a ir dos veces a la semana a su casa de vía Germánico. A veces tenía que esperar mucho rato delante de la puerta antes de que me abriera. A veces no íbamos directamente al gimnasio sino que me hacía pasar a la cocina, una cocina dos veces más grande que la sala de mi casa, donde Maciste preparaba bocadillos para los dos, su especialidad, bocadillos fríos americanos que, según él, le había enseñado a hacer una actriz llamada Dolly Plimpton, de Oregón, que había sido compañera de reparto en una de las películas que él había hecho, y que consistían en pan de molde, lechuga, pepinillo, tomate, lonjas de jamón york, lonjas de queso y salsas de ensalada de diferentes tipos, salsas que él distinguía por el tamaño y el volumen de los frascos y que, mezcladas, proporcionaban a los bocadillos un gusto a menudo extraño, fuerte y extraño, como los bocadillos de los aeropuertos, decía él, pero buenos.
La cocina era grande y estaba sucia. No por su uso, que en realidad era escaso, sino simplemente porque allí hacía falta alguien que emprendiera sin tardanza una limpieza general, alguien que sacara el polvo que se había ido acumulando en los rincones tras meses, tal vez años de descuido, pero Maciste no quería ni oír hablar de eso.
El baño, que usábamos después de follar, era el único sitio de la casa que estaba limpio de verdad. La bañera era enorme y en vez de cortinas tenía cristales corredizos, como se ve en algunas películas, y que Maciste había mandado poner especialmente, además de una serie de agarraderas en las paredes que él no necesitaba, pues aunque era ciego en el interior de su casa se movía como si no lo fuera.
Junto a la bañera había un pequeño cubículo con una ducha de agua fría a presión que Maciste llamaba ducha noruega y cuya puerta también era de vidrio.
A veces, mientras me duchaba, Maciste se sentaba en un taburete de madera y se ponía a comer sus bocadillos allí. Hablábamos de todo. Del accidente de mis padres y de cómo esa pérdida me había afectado (sus padres también estaban muertos). De las películas que yo había visto recientemente (la última película que él había visto fue hace quince años). De las cosas que ocurrían al otro lado de su casa.
En realidad era muy poco lo que tenía que decirle.
Cuando abría la puerta de cristal y lo veía comiendo me daba no sé qué, parecía otro, un desconocido, y yo también parecía otra y eso no me gustaba.
Entonces aprovechaba para hacerle preguntas, porque el silencio al que él estaba acostumbrado se me hacía imposible. Así supe su nombre real, aunque el término real sólo designa otra irrealidad, una irrealidad menos accidental, más armada, Giovanni Dellacroce, y supe las fechas exactas, cuando yo aún no había nacido, en que había sido coronado Mister Italia y luego Mister Europa y finalmente Mister Universo, el campeón del culturismo mundial, y además el primer italiano en conseguirlo, en un campeonato realizado en Las Vegas, y supe también que había viajado por las principales ciudades europeas y americanas, los años, los meses, los días, las fechas exactas, y que había sido amigo de políticos y artistas famosos, de actrices de cine y de futbolistas de la selección o de la Roma, y que había trabajado en muchas películas, entre ellas las tres o cuatro (aunque él fue exacto en el número, soy yo la que lo he olvidado) de Maciste, y que a veces había sido el bueno de la película y otras veces, al final, el malo, porque eso es ley de vida, decía, al principio uno casi siempre es el bueno y al final uno siempre es el malo.
Otras veces intentaba perderme sola por la casa y eso hacía.
—Voy a dar una vuelta por tu castillo —le decía, y me iba rápido, antes de que él pusiera una objeción o me lo prohibiera.
La casa tenía dos pisos y era la más grande que hasta entonces (y hasta ahora) yo había visto por dentro. Era tan grande que parecía enraizada en la tierra. En el segundo piso había por lo menos cuatro o cinco cuartos vacíos. En el primero estaba la sala, que Maciste a veces usaba, generalmente para dormir la siesta, y el comedor, que se había convertido en una suerte de pasaje o de laberinto donde se acumulaban muebles procedentes de otras habitaciones, catres y colchones, estufas eléctricas, sillas y mesas, armarios llenos de telarañas y donde se amontonaban viejas revistas deportivas o cinematográficas. Todo estaba dispuesto conforme a un plan que Maciste jamás me reveló, aunque no resultaba complicado inferir que su principal utilidad era despojar de obstáculos y trampas otras zonas de la casa.
Luego estaba la cocina, de la que ya he hablado, y un baño completo con los espejos rotos y una enorme rajadura en la bañera. También había una galería que comunicaba el amplio y recargado recibidor, lleno de cortinas inútiles, con una terraza que daba al jardín de atrás y a los muros de las casas vecinas. A los lados, los edificios parecían normales, pero al fondo, en las casas cuya entrada estaba por vía degli Scipioni, reinaba un silencio similar al de la casa de Maciste y no se oían nunca ni los sonidos de un televisor o de una radio, ni voces de niños ni voces de adultos llamando a los niños o llamándose entre sí. Una vez oí el pitido de un teléfono móvil, pero sólo fue una vez.
En el segundo piso, además de las habitaciones vacías, estaba la habitación de Maciste, que era grande y que siempre tenía los postigones de las ventanas echados. En la habitación había un espejo de cuerpo entero arrumbado en una esquina, que en el pasado seguramente sirvió para que Maciste tuviera un control diario de su musculatura y posiblemente, también, para hacer el amor con actrices de cine, y una cama muy grande y con refuerzos de hierro hechos ex profeso para soportar el peso de su propietario. Por lo demás, la habitación tenía un aire monacal, de amplitud y de pobreza.
Luego había dos baños, uno grande en el que yo solía ducharme, y uno pequeño donde la última mujer de la limpieza había amontonado sus útiles de trabajo, un par de cubos, una fregona, varias botellas de lejía, antes de marcharse, harta del ciego, y no volver más.
Al final de la galería estaba el gimnasio donde Maciste parecía pasar la mayor parte del tiempo, pedaleando en una bicicleta fija o levantando pesas y con la mente puesta en otro lugar, o, más comúnmente, recostado de forma indolente sobre un largo banco de madera, con la bata negra puesta y sus gafas negras y una toalla blanca en el cuello, pensando en sus años de gloria o tal vez, ojalá, con la mente en blanco, sin pensar en nada.
Al lado del gimnasio estaba la sala de lecturas o biblioteca (así la llamaba él), donde no había ni un solo libro, pero sí dos cuadros pintados al óleo. En uno se veía a Maciste, semidesnudo, en el momento de recibir el cinturón que lo acreditaba como campeón mundial de culturismo. En el otro aparecía Maciste sentado en esa misma biblioteca, detrás de una mesa de roble que aún estaba allí, vestido con traje y corbata, y una leve sonrisa, como si se estuviera riendo del pintor y de todos aquellos que iban a admirar la pintura, como si detrás de todo lo que lo rodeaba hubiera un secreto y sólo él lo supiera.
Entre un cuadro y otro había una hornacina con una imagen de san Pietrino alle Seychelles.
—¿San Pietrino de las Seychelles? ¿De las islas Seychelles?
—Sí —dijo Maciste.
—Pero ¿quién es este san Pietrino que llegó tan lejos?
—Un santo.
—Sí, pero ¿qué clase de santo es? Nunca había oído hablar de él, parece una broma.
—No, no es una broma —dijo Maciste—. Es un santo romano, moderno, uno que nació en Santa Loreto, como yo, y que un día se fue a predicar a las islas Seychelles, eso es todo.
Como no tenía ganas de discutir, al final le daba la razón y seguía dando vueltas por la casa. En ninguna parte vi una caja fuerte. La busqué una y otra vez, pero no la hallé.

DOCE












A veces, mientras buscaba la caja fuerte y recorría las habitaciones moviendo algunos objetos que luego volvía a dejar en su lugar, oía, o mejor dicho sentía, la presencia de Maciste, vestido con la bata negra o desnudo, que se movía a través de la oscuridad de la casa siguiendo mis pasos, los ruidos casi imperceptibles que yo iba dejando, hasta aparecer de pronto a mis espaldas y agarrarme e inmovilizarme, pese a mis precauciones, a la agilidad que ponía en mis desplazamientos.
Y entonces, mientras estaba en sus brazos y me llevaba en volandas por la oscuridad, o mientras estaba bajo él o a su lado, en la cama o en el gimnasio, untada con cremas corporales hasta el último rincón de mi cuerpo, daba gracias por no haber encontrado la caja fuerte, por no encontrarla todavía.
Y a veces me imaginaba durmiendo todos los días allí, con Maciste, y también me imaginaba contratando a una mujer para que nos hiciera la limpieza, porque en mis sueños no estaba dispuesta a ser su esclava, y convenciéndolo, para que saliéramos de vez en cuando, no digo al cine pero sí a dar un paseo, como dos personas normales o como dos personas que fingen ser normales y a fuerza de fingirlo de alguna manera lo son o llegan a serlo, y así me veía telefoneando una vez a la semana, los viernes, por ejemplo, a un taxi para que nos pasara a buscar a la puerta y nos llevara a un buen restaurante donde cenaríamos sin ninguna prisa, conversando de los temas más diversos, o al centro, donde yo compraría ropa para él en una de esas tiendas de tallas grandes, y luego ropa para mi, e incluso hasta me imaginaba yendo al cine con Maciste, y describiéndole las imágenes de las películas, como dicen que hacen los acompañantes de los ciegos.
Pero lo cierto es que muy pocas veces dormí en su casa y también es cierto que después de soñar un rato con nuestra vida en común yo me ponía a pensar dónde demonios podía estar la caja fuerte.
De madrugada, cuando volvía a casa y encontraba semidespiertos a mi hermano y a sus amigos, discutíamos sobre ese tema. El boloñés se impacientaba, decía que no teníamos todo el tiempo a nuestra disposición, y a veces hablaba de entrar a la fuerza, armado con un cuchillo o con lo que fuera, pero cuando decía esto temblaba, él y el libio y mi hermano, la sola idea los hacía temblar, y no me costaba nada volver a encauzarlos en la idea original.
Otras veces hablábamos de la historia de Maciste, de sus películas que habían sido tan taquilleras. Mi hermano incluso buscó, durante semanas, por los videoclubs del barrio y luego por los videoclubs del centro una que se llamaba Maciste contra los tártaros, que según el boloñés era la mejor, pero no la encontró.
Yo me alegré de que no la encontrara porque me daba pena, una pena anticipada, ver a Maciste en su juventud, cuando aún no era ciego y tenía pelo y estaba delgado y musculoso. No lo quería ver porque ya sabía lo que iba a suceder veinte años después. Pero una vez soñé con la película. Primero se enfrentaban dos ejércitos en una meseta reseca. Luego Maciste luchaba contra veinte guerreros en el interior de un palacio y a todos los vencía. En algún momento aparecía una mujer vestida con una túnica de seda transparente y besaba a Maciste. Los dos estaban en lo alto de un promontorio. A sus pies se abría un abismo y en el horizonte se levantaban delgadas humaredas. Luego veía a Maciste durmiendo en una habitación con las paredes y el suelo de mármol. Y en el sueño yo pensaba: es sólo una película, él no duerme de verdad, está fingiendo que lo hace, pero en realidad está despierto, y sólo entonces me daba cuenta que Maciste, mientras filmaba esa película, estaba en el presente y que yo, que veía la película o que soñaba que veía la película, estaba en el futuro, en el futuro de Maciste, es decir en la nada. Entonces me desperté.
En cualquier caso yo prefería verlo tal cual era cuando iba a visitarlo, dos veces por semana, a su casa.
En la peluquería las cosas no iban demasiado bien. Aunque en algunos aspectos iban mejor que antes. Generalmente aparecía muerta de sueño y a veces durante toda la jornada me comportaba como una sonámbula. En una ocasión la jefa, que era una mujer comprensiva, me arrastró hasta el lavabo y me levantó las mangas de la blusa buscando marcas de pinchazos en los brazos.
—No me drogo —le dije.
— ¿Qué te pasa, Bianca? Cada día estás peor.
—Duermo mal —dije.
Era verdad. A veces podía pasarme semanas durmiendo tres o cuatro horas diarias.
En una ocasión estuve tentada de preguntarle a Maciste cómo había perdido la vista. El boloñés y el libio me habían advertido que nunca le hiciera una pregunta en este sentido. Según se decía, la última persona que había mostrado curiosidad por la ceguera de Maciste terminó con dos costillas rotas. Pero no fue esta advertencia lo que me detuvo. Sabía que Maciste jamás iba a levantar su mano contra mí. Hubo algo que me detuvo, sin embargo, otra cosa.
A veces pensaba que era mejor que se hubiera vuelto ciego, pues así nunca me vería, nunca vería mi cara, la cara que yo tenía cuando estaba con él, que no era una cara de puta ni de ladrona ni de espía, sino una cara expectante, una cara que en realidad lo esperaba todo, desde una palabra amable hasta una declaración trascendente.
Palabras amables no hubo muchas, pues Maciste era un tipo de pocas palabras, pero sí que hubo gestos amables. Declaraciones trascendentes no hubo ninguna, o ninguna que a mí, en ese momento, me lo pareciera, aunque con el tiempo he llegado a rememorar cada palabra de Macis-te como una llave o como un puente oscuro que necesariamente hubiera tenido que llevarme a otro sitio, como si él fuera una máquina de predicciones hecha exclusivamente para mí, algo que sé que no es verdad, aunque a veces me gusta pensar que sí lo es, no muchas, porque ya no me engaño como antes, pero algunas pocas veces sí.

TRECE












El resto del tiempo lo dedicaba a buscar la caja fuerte.
Una caja fuerte que cada vez más me parecía una invención de los amigos de mi hermano, una caja fuerte que sólo existía en sus mentes criminales, criminales y desbocadas, pues mi mente por aquel entonces también era una mente criminal y no por ello perdía la cabeza detrás de algo inexistente.
Yo no estaba desbocada, al contrario, lo que yo sentía era una quietud extraña, como si antes de llegar a la vieja casona de Maciste en via Germánico hubiera corrido y huido durante meses e incluso años, pero a partir del momento en que traspuse el umbral de su casa; a partir del momento en que lo vi desnudo, enorme y blanco y parecido a un frigorífico estropeado, todo se hubiera detenido (o yo me hubiera detenido en seco) y las cosas pasaran ahora a otra velocidad, una velocidad imperceptible que equivalía a la quietud.
A veces los miraba, a mi hermano y sus amigos, miraba sus ojos inocentes y estaba tentada de decirles:
—La caja fuerte no existe más que en vuestras cabezas enloquecidas.
Pero creo que me daba miedo convencerlos. Me daba miedo de que me creyeran y ya no hubiera motivo, salvo el del dinero, para mi visita semanal a la casa de Maciste. Nadie me lo iba a impedir. Un sobresueldo conveniente. Pero seguir visitándolo sin un pretexto sé que me hubiera hundido.
— Los ojos de Maciste, al contrario que los ojos de mi hermano y sus amigos, no eran inocentes. Casi siempre llevaba gafas oscuras. A veces, sin embargo, se las quitaba y me miraba o hacía como que me miraba. Entonces yo temblaba y cerraba los ojos y lo abrazaba o trataba de abrazarlo, cosa que siempre me resultaba difícil debido a su diámetro. Un día el boloñés me dijo:
—Ese cabrón te está volviendo loca, encuentra la caja fuerte y acabemos de una vez.
No era tan tonto como parecía. Y a su manera, tenía razón. El problema, sin embargo, era que yo ya no obedecía a razones. Pero él tenía razón.
Y en otra ocasión me dijo:
—Piensa en el futuro, piensa en todo lo que nos espera en el futuro.
Allí se equivocaba. En el fondo yo siempre estaba pensando en el futuro. Pensaba tanto que el presente había llegado a ser parte del futuro, la parte más extraña. Visitar a Maciste era pensar en el futuro, sudar, meterme en habitaciones donde la oscuridad era total, era pensar en el futuro. Un futuro que se asemejaba a una habitación cualquiera de la casa de Maciste, pero con más claridad y con los muebles cubiertos por sábanas viejas o mantas, como si los dueños de la casa (una casa que estaba en el futuro) se hubieran ido de viaje y no quisieran que el polvo se acumulara sobre sus cosas. Y ése era mi futuro y así yo pensaba en él, si es que a eso se le puede llamar pensar (y si es que a eso se le puede llamar futuro).
Pero la mayoría de las veces prefería no pensar en nada. Dejaba la cabeza en blanco y me quedaba mucho rato asomada a una de las ventanas que daban al jardín trasero, desnuda, con la piel todavía lubricada, contemplando la noche y las estrellas, los muros de las casas vecinas.
A veces escuchaba un sonido raro que cruzaba la oscuridad como una raya de tiza, y Maciste decía que era el graznido de un halcón que vivía en una casa abandonada del barrio, aunque yo nunca he sabido de un halcón que viviera en una gran ciudad, pero en Roma pasan estas cosas, cosas raras que entonces escapaban de mi entendimiento pero que yo aceptaba con una naturalidad que hoy me sorprende y a veces me repele: una naturalidad estremecida, como si ser delincuente entrañara estar siempre temblando por dentro, como si ser delincuente llevara aparejada una sensación de culpa y de gozo inmensos, entremezclados, que me hacían reír, por ejemplo, sin motivo aparente en los momentos menos indicados, o que me sumían en una tristeza muy breve, una tristeza casi portátil de no más de cinco minutos de duración, que por suerte podía disimular sin mayores problemas.
En casa, por otra parte, todo seguía igual.
A veces, las noches en que no visitaba a Maciste, le abría la puerta a alguno de los amigos de mi hermano, con la luz apagada y los ojos cerrados, pues bajo ninguna circunstancia quería saber quién era, y hacía el amor mecánicamente, y a veces me corría muchas veces, hecho que en ocasiones producía en mí virulentos y sorpresivos ataques de rabia, que me hacían llorar amargamente.
El amigo de mi hermano me preguntaba entonces si me sentía mal, si me ocurría algo, si estaba indispuesta, y antes de que siguiera hablando, cosa que terminaría por delatar su identidad, yo le respondía que no abriera la boca o hacía shhh, y él se callaba y seguía follando sin decir una palabra, tal era el poder de convicción o de convencimiento o de disuasión que mis gestos habían adoptado.
Un poder casi sobrenatural, llegué a pensar alguna vez (aunque acto seguido me burlaba de estos pensamientos), que obligaba a callar a seres de común charlatanes, como el boloñés, o que convertía en tumbas a seres silenciosos como el libio, un poder que dejaba de golpe sin preguntas a seres carcomidos por la curiosidad, que instauraba un espacio de silencio y oscuridad artificiales donde yo podía llorar y retorcerme de dolor, porque lo que hacía no me gustaba, pero también donde podía correrme todas las veces que quisiera y donde podía caminar (o palpar la superficie de la realidad con la yema de mis dedos) sin hacerme ninguna ilusión, sin engañarme, no conociendo el significado de todo pero sí conociendo el resultado final de todo, sabiendo por qué las cosas están donde están, con un grado de lucidez que ya no he vuelto a poseer aunque a veces la adivino allí, agazapada en mi interior, reducida, desmembrada, por suerte para mí, pero aún en mi interior.

CATORCE












De todas formas, seguía buscando la caja fuerte.
Paseaba por la casa y miraba en los rincones y detrás de los cuadros, como me había indicado mi hermano y sus amigos, y la caja fuerte nunca aparecía.
Sólo suciedad, polvo, nidos de araña, trozos de pared, trozos de empapelado preservados del paso del tiempo, más blancos, más cercanos a su color original, aunque al examinarlos la sensación que me quedaba era que esos rectángulos estaban aún más estropeados, como si su palidez o su juventud fueran una enfermedad degenerativa y poco usual.
Toda la casa, durante mis incursiones en busca de la caja fuerte, parecía viva. Viva en la dejadez, viva en el abandono. Pero viva.
Mi piso, por poner un ejemplo, únicamente me parecía un piso, cada día más pequeño, si acaso, con los ecos de miles de horas de televisión, de vez en cuando con el eco de las voces de mi padre y de mi madre, pero sólo era un piso, es decir estaba muerto.
La casa de Maciste no. La casa de Maciste era una promesa y una enfermedad y yo daba vueltas por la promesa y la enfermedad y sentía en la piel cuando mi cuerpo o la velocidad que en ese instante le imprimía a mi cuerpo pasaba de un estadio a otro, la promesa irisada, la enfermedad, una caída o un planear oblicuo, deambulando, tocándolo todo con la punta de los dedos, hasta que oía la voz de Maciste que me llamaba, que me preguntaba dónde estaba. En ocasiones no le respondía. Me llevaba una mano a la boca y empezaba a respirar con la nariz, apenas un poco de aire, el suficiente, pues sabía que él empezaría a buscarme, aún más silencioso que yo, deslizándose por los oscuros pasillos de la casa hasta localizarme gracias a mi respiración o al calor que emitía mi cuerpo, nunca lo supe, y entonces todo recomenzaba.
El dinero que me daba después de cada visita, por otra parte, empezó a ser cada vez más generoso. A veces yo lo seguía, pues" pensaba que el dinero lo extraía directamente de la caja fuerte, pero la realidad era que lo sacaba de un cajón de la cocina, y allí siempre había una cantidad similar, ciento cincuenta euros, que servían para pagarme a mí y a la mujer o a la adolescente (nunca la vi, pues ella iba de día y yo de noche) que le compraba los víveres en alguna tienda del barrio y que en ocasiones le dejaba comida cocinada en recipientes de plástico.
Una noche de la que hoy me avergüenzo le dije que estaba enamorada de él y le pregunté qué sentía por mí.
No me contestó. Me hizo gritar en su gimnasio, pero no me contestó. Antes de irme, a las cinco de la mañana, herida en mi amor propio, le dije que probablemente lo nuestro se iba a acabar pronto. Se lo dije en el recibidor, mientras con una mano apretaba el pomo de la puerta. Al abrirla y dejar entrar la luz de una farola de via Germánico me di cuenta de que estaba sola.
Durante algunos días no pude evitar pensar en él con odio. Por molestarlo, durante nuestra siguiente cita, le pregunté cómo se había quedado ciego.
—Fue un accidente.
— ¿Pero qué tipo de accidente? —dije.
—Un accidente de coche. Iba con unos amigos. Dos de ellos no lo pudieron contar.
— ¿Y quién conducía?
En ese momento Maciste enfocó sus ojos ciegos en mis ojos, como si realmente me viera, y dijo que no le apetecía seguir hablando de ese tema.
Lo vi levantarse con algo de dificultad y alejarse sin vacilar en dirección a la puerta abierta. Estuve mucho rato sola, tirada en la banqueta de madera con el cuerpo untado de linimento, esperándolo y pensando en mis cosas, en el porvenir que se abría como un espejo del presente o como un espejo del pasado, pero que indudablemente se abría, hasta que me aburrí y me quedé dormida.
En esa época soñaba mucho y olvidaba con rapidez casi todos los sueños. Mi vida en realidad era como un sueño. A veces me asomaba a una ventana cualquiera de la casa de Maciste y me ponía a pensar en los sueños y en la vida, que era como ponerse a pensar en mis sueños que olvidaba con tanta prontitud y en mi propia vida que parecía un sueño, y no llegaba a ninguna parte, nada se aclaraba en el interior de mi cabeza, pero el solo hecho de hacerlo, de pensar en los sueños y en la vida, aligeraba de un peso incierto mi corazón o lo que yo llamaba mi corazón, el corazón de una delincuente, de una persona sin escrúpulos o con unos escrúpulos tan distorsionados que me costaba reconocer como míos.
En esos momentos un suspiro de alivio salía de mi garganta. Respiraba y sonreía como si acabara de emerger de un mar profundo, sin aire ya, con las botellas de oxígeno inútiles. Y acto seguido sentía ganas de dejar la ventana e ir corriendo en busca de un espejo para contemplar mi propia cara, una cara que yo sabía que estaba sonriendo, y que también sabía que no me iba a gustar, una cara feroz y feliz, pero que era mi cara, la cara que yo tenía, la mejor entre muchas otras caras distorsionadas, una cara que emergía de la muerte de mis padres, de mi barrio donde siempre era de día, y de la casa de Maciste donde yo jugaba con mi destino, pero donde mi destino por primera vez era completamente mío.
Ninguna de estas certezas, sin embargo, ninguna de estas sensaciones, duraba demasiado. Gracias a Dios, porque entonces me hubiera muerto o vuelto loca.
Volaba y alucinaba, pero a ratos tenía los pies bien puestos en la tierra. Y entonces pensaba en la caja fuerte y en el dinero o en las joyas que Maciste guardaba y en la vida que nos esperaba, a mi hermano y a mí (y también de alguna manera a los desgraciados de sus amigos), cuando accediéramos por fin al tesoro, un tesoro que en manos de Maciste resultaba inútil, porque éste, bajo nuestra óptica, tenía todas las necesidades cubiertas y además ya no era joven, y nosotros, en cambio, teníamos toda la vida por delante y éramos más pobres que las ratas.
Y en esos momentos, no sé por qué, imaginaba monedas de oro, no dinero sino monedas de oro. Una caja fuerte negra e insondable como los intestinos de Maciste, en cuyo fondo, relucientes, estaban las monedas de oro que había acumulado filmando películas de gladiadores. La visión era agotadora. Y también inútil.
Una noche, mientras hacíamos el amor, Maciste me preguntó de qué color era su semen. Yo estaba pensando en las monedas de oro y la pregunta, no sé por qué, me pareció de lo más pertinente. Le dije que sacara su pene. Luego le quité el condón y lo masturbé unos segundos. Me quedó la mano llena de semen.
—Es dorado —le dije—. Como oro fundido.
Maciste se rió.
—No creo que puedas ver en la oscuridad —dijo.
—Puedo ver —le dije.
—Yo creo que mi semen cada día que pasa es más negro —dijo.
Durante un rato me quedé pensando en lo que quería decir con eso.
—No seas aprensivo —le dije.
Después me fui a la ducha y cuando volví Maciste ya no estaba en la habitación. Sin encender ninguna luz lo fui a buscar al gimnasio. Tampoco estaba allí. Así que me fui a la galería y estuve un rato contemplando el jardín y la sombra de los muros vecinos.
La verdad es que el semen de Maciste no era dorado.
Ya no recuerdo el momento exacto en que me di cuenta que nunca iba a ver el dinero, que nunca iba a gastar en cosas bonitas y superfluas el tesoro de Maciste. Sólo sé que poco después de saberlo cerré los ojos y me fui a buscar a Maciste por el resto de la casa. Lo encontré en la biblioteca sin libros, sentado bajo la imagen de san Pietrino de las Seychelles y me subí encima suyo y me dejé hacer el amor por mi amante o por mi jefe, para mí era lo mismo, sin decir nada y sin sentir nada.
Antes de que amaneciera, cuando volvía a casa en taxi, creí que me iba a morir.

QUINCE


Una semana sin ver a Maciste se me antojaba una eternidad. Pero cuando intentaba imaginar una vida completa junto a él no veía nada: una imagen en blanco, la pared de un cuarto deshabitado, amnesia, lobotomía, mi cuerpo partido, hecho pedazos.
En casa, por otra parte, las cosas no iban bien. Mi hermano parecía ido, cada vez más tonto, cada vez más flaco, y sus amigos sólo hablaban de la caja fuerte.
Una mañana le dije a mi hermano:
—Cada día que pasa tienes más cara de vicioso.
—Mira quién habla —fue su respuesta.
Otro día le examiné los brazos, buscando pinchazos o lo que fuera, como antes había hecho la jefa de mi peluquería conmigo, y no encontré nada salvo su risa, una risa hueca, como si a través de su garganta surgiera la risa de nuestros padres muertos en aquella olvidada carretera del sur.
Ahí empecé a asustarme.
—No te rías —le dije.
—Y tú no seas ridícula —dijo él.
Creo que ya no teníamos fuerzas ni para pelearnos.
— ¿De qué tienes miedo? —le dije otro día.
No me contestó, pero por su cara cualquiera hubiera dicho que tenía miedo de todo, de sus amigos, de tenerlos a éstos viviendo con nosotros, del futuro que nada bueno parecía depararle, de su triste condición de huérfano y desempleado.
En otra ocasión lo oí llorar, encerrado en el baño, mientras el boloñés y el libio veían la tele y criticaban acerbamente a los que salían en la tele. Aplausos y risas y las observaciones sarcásticas del boloñés y mi hermano llorando en el baño, discretamente, como un animal avergonzado y muerto de frío y de miedo, que para él (frío y miedo) eran casi lo mismo. Cuando salió le pregunté discretamente qué le pasaba. Me dijo que nada, pero por la noche volvió a encerrarse en el baño y aunque esta vez no lo oí llorar intuí que sus nervios se iban a romper en cualquier momento.
Era difícil, sin embargo, que yo sintiera pena, enredada a mi vez entre Maciste y los designios de los amigos de mi hermano que se dirigían a un solo punto: la caja fuerte de la casa de via Germánico. Así que no puedo decir que sintiera pena. Y así se lo dije a Maciste, sin pensar en lo que decía. Le dije que había encontrado a mi hermano llorando y que no había sentido nada. Acabábamos de hacer el amor y cuando terminé de decir lo que tenía que decir Maciste volvió su cara enorme y blanca hacia mí y nuevamente tuve la impresión de que me miraba.
—Te estás volviendo loca —dijo.


Le pregunté si él creía que eso era bueno o malo. El dijo que siempre era malo, salvo en casos extremos, cuando volverse loco era una manera de escapar de un dolor insoportable. Y entonces yo le dije que tal vez estuviera sufriendo un dolor insoportable, pero antes de que él respondiera me desdije.
—Estoy bien. No hay ningún dolor que sea insoportable. No me he vuelto loca.
Una tarde Maciste se enfermó y yo pasé la noche cuidándolo. Tenía fiebre, no quería que viniera el médico. Me ordenó que le preparara un litro de infusión de manzanilla con limón, que se bebió después acompañada con grandes dosis de miel, y se metió en la cama a transpirar la enfermedad.
Cuando se quedó dormido me di cuenta de que nunca más iba a tener una oportunidad como aquella para encontrar la caja fuerte. Así que empecé a buscarla otra vez, habitación por habitación. No recuerdo en qué momento se me ocurrió que la caja estaba detrás de los cuadros de Maciste o detrás del cuadro de san Pietrino de las Seychelles. Los descolgué uno por uno, con el corazón acelerado. Detrás de los cuadros no había nada, sólo la pared en diversos grados de conservación o deterioro. También busqué en el gimnasio y en el baño del gimnasio, entre las baldosas (por si había una que se pudiera quitar), en la cocina, bajo las alfombras de la sala y el recibidor, detrás de algunas cortinas inútiles.
El resto de la noche la pasé en la sala, sentada en un sillón, junto a una de las pocas lámparas que funcionaban en la casa, leyendo revistas y dormitando.
A las cuatro de la mañana me despertó el sonido de una voz. Fui a la habitación de Maciste. Hablaba en sueños. Dijo algo respecto a una calle. Dijo la palabra trapecio. Luego se volvió a quedar dormido. Le toqué la frente. Sudaba. Pensé que era una buena señal.
Durante un rato lo estuve mirando, de pie junto a la puerta, sin decidirme a volver a la sala. Fue entonces cuando supe sin ninguna duda que no estaba enamorada de él. Todo me pareció claro como el agua y divertido como un programa de televisión y, sin embargo, poco me faltó para que me pusiera a llorar allí mismo.
No volví a la sala, sino al gimnasio, donde estuve fumando y mirando la oscuridad. Luego me levanté (estaba sentada en el suelo del gimnasio) y me puse a recorrer la casa, habitación por habitación, armada con una linterna, hasta que no quedó ningún rincón que registrar.
A las ocho de la mañana, cuando ya no era necesaria la linterna, tuve la certeza de que no existía ninguna caja fuerte. El dinero de Maciste, si es que aún tenía dinero, estaba en el banco y no en su casa. Ahí acabó todo para mí.

DIECISÉIS


Maciste estuvo enfermo durante una semana. Yo le tomaba la temperatura por la noche y la fiebre no acababa de irse nunca de su cuerpo enorme y blanco. Una vez le dije que iba a ir a la farmacia a comprarle analgésicos y antibióticos. Le pedí que me diera la llave, pues no deseaba que él se levantara a abrirme la puerta, pero se negó, al principio con delicadeza, como para no ofenderme, y después con vehemencia, como si yo no supiera con quién estaba hablando. Pero yo sabía muy bien con quién hablaba.
—Sólo necesito una infusión —dijo.
Le dejé una tetera con agua caliente y me fui. Era domingo y en el metro casi no había gente. En casa, cuando llegué, todos dormían. Preparé café y luego me tomé una taza de café con leche y me fumé el último cigarrillo. Esa noche tuve un sueño bastante raro, aunque si se miraba con detenimiento no resultaba tan raro.
Soñé que Maciste era mi novio y que íbamos a pasear por el Campo dei Fiori. Yo al principio estaba locamente enamorada de él, pero conforme paseábamos Maciste dejaba de parecerme una persona interesante. Lo veía demasiado gordo, demasiado viejo, demasiado torpe, allí, tomados del brazo, mientras los jóvenes daban vueltas alrededor de la estatua de Giordano Bruno o fluían hacia la via dei Giubbonari o hacia piazza Farnese, sin que por ello decreciera en ningún momento, más bien al contrario, la multitud que se arracimaba en Campo dei Fiori. Y entonces yo le decía a Maciste que ya no podía ser su novia. Y él volteaba la cabeza hacia mí y decía: está bien, está bien, está bien que así sea, con un hilo de voz donde al principio creía notar cierta tristeza, un grado de desesperación mínima, pero desesperación al fin y al cabo, inusual en él, pero donde después percibía un acento como de orgullo, como si Maciste, en el fondo, estuviera orgulloso de mí.
Y entonces él me decía adiós. Y yo, desconcertada, no sabía qué hacer, sobre todo me daba miedo dejarlo allí, en medio de la multitud de Campo dei Fiori, solo y ciego, pero después me alejaba, con remordimientos de conciencia, pero me alejaba, y cuando ya llevaba unos diez metros me detenía y lo observaba, y entonces Maciste echaba a andar, balanceándose (porque en realidad estaba muy gordo y era muy grande), y se perdía entre la gente, aunque esto, debido a su altura, tardaba en suceder y sólo hasta el final yo dejaba de ver su enorme cabeza redonda.
Y eso era todo. Maciste se iba y yo me quedaba sola y me veía a mí misma llorando mientras atravesaba el puente Garibaldi, de regreso a casa. Ya en la piazza Sonnino, pensaba que tenía que buscar un sitio adonde ir, tenía que procurarme un alojamiento, un nuevo trabajo, tenía que hacer cosas y no morirme.
Y entonces me desperté y esa noche hablé con los amigos de mi hermano y les dije que Maciste tenía dinero pero que yo ya no quería saber nada del asunto. Les hablé de la caja fuerte inexistente. Les dije que existía. Les dije que nadie podía abrirla, sólo Maciste, y que la única forma en que ellos podían obligarlo a abrirla era torturándolo, y que ni esto era seguro pues Maciste podía soportar el dolor más allá de cualquier límite que ellos, pobres delincuentes de ínfima categoría, conocían. Maciste podía soportar el dolor y podía vivir toda una vida en medio del dolor.

Los amigos de mi hermano me escucharon en silencio, sobrecogidos por el camino que yo les mostraba. O sobrecogidos por el camino pavoroso que ellos intuían.
Y luego empezó a amanecer y yo desayuné, me duché y salí de casa. Fui caminando hasta vía Germánico. Maciste ya no estaba en la cama. Si se extrañó o no de verme a esa hora, no lo sé. Le dije que venía a visitarlo por última vez. En realidad, no a visitarlo, pues eso de alguna manera presuponía desnudez, sexo, largas horas de silencio en la casa a oscuras, sino a despedirme de él, pues ya no pensaba volver nunca más.
— ¿Te vas de viaje?
—Sí —dije—. Voy a empezar una vida nueva.
No me preguntó adónde pensaba marcharme. Me pidió que lo esperara un momento. Cuando volvió me dio un sobre con dinero.
—Gracias—dije mientras dejaba el sobre, procurando no hacer el más mínimo ruido, sobre una estantería. Sabía que Maciste no se iba a sorprender cuando lo encontrara allí.
Después fui a la peluquería y, tras hablar con la jefa, me tomé el día libre y estuve dando vueltas por la ciudad. Volví a casa al atardecer. El boloñés y el libio estaban viendo la tele, pero cualquiera que los hubiera observado con un poco de atención se habría dado cuenta de que estaban muy lejos de allí. No en nuestra sala, sino en una estación de autobuses o en un aeropuerto. No bajo nuestra luz, sino bañados en una luz roja que parecía emanar de otro planeta.
Mi hermano también estaba viendo la tele, sentado en una silla, detrás del sofá. Yo preparé café para los cuatro, y lo serví, y luego les dije que tenían que marcharse. No se dieron por aludidos. Pero mi hermano tampoco protestó y entonces yo supe que había ganado.
Al cabo de un rato volví a decirles que se fueran. Que vieran el programa hasta el final y que luego hicieran las maletas y se fueran.
— ¿Y adonde nos vamos a ir? —dijo el boloñés.
Lo miré como si mi cara no tuviera piel y como si la cara de él tampoco tuviera piel.
—A casa de Maciste —respondí—. Todo se ha acabado. Apenas acabe el programa quiero que os vayáis.
Y cuando acabó el programa, que vi íntegro, sin perderme ni siquiera los espacios comerciales, me planté en medio de la sala y apagué la tele y ellos me miraron sin levantarse del sofá y yo dije que iba a salir a dar un paseo por el barrio y que posiblemente también me diera una vuelta por el cuartel de la policía, y que cuando volviera a mi casa no los quería ver más.


Y entonces le dije a mi hermano que me acompañara y sorprendentemente mi hermano se levantó y me acompañó. Caminamos por el Trastevere hasta bien entrada la noche.
— ¿Vamos a ir a la policía? —dijo mi hermano.
Le respondí que no creía que fuera necesario. Entramos en un bar y pedimos dos sándwiches y dos cafés con leche. Hablamos de cualquier cosa.
Cuando volvimos a nuestra casa sus amigos se habían marchado.
—Espero no verlos nunca más en mi vida —dijo mi hermano antes de encerrarse en su cuarto y ponerse a llorar.
Esa noche, después de tanto tiempo, la noche fue de verdad, oscura y frágil y ribeteada de miedos, y todos los que permanecimos despiertos aquella noche fuimos seres débiles, cansados, con ganas de contemplar otra vez el amanecer, la vacilante claridad de la piazza Sonnino.
Durante muchos días, sin embargo, estuve a la espera de una mala noticia. Leía la prensa (no todos los días porque no teníamos dinero para comprar el periódico a diario), veía la tele, escuchaba las noticias de la radio en la peluquería, temerosa de encontrar la figura final de Maciste tirado en el suelo, en medio de un charco de sangre (su sangre fría), y junto a él las fotos tipo carnet del boloñés y del libio, mirándome con nostalgia desde una página o desde la pantalla de nuestra tele que ya era realmente nuestra y no de nuestros padres muertos, como si las fotos de ellos, los asesinos y la víctima, el asesino y las víctimas, fueran la señal de que en el exterior aún persistía la tormenta, una tormenta que no estaba localizada sobre el cielo de Roma, sino en la noche de Europa o en el espacio que media entre planeta y planeta, una tormenta sin ruido y sin ojos que venía de otro mundo, un mundo que ni los satélites que giran alrededor de la Tierra pueden captar, y donde existía un hueco que era mi hueco, una sombra que era mi sombra.

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