jueves, 4 de agosto de 2011

Lacoue-Labarthe, P., Hölderlin y los griegos.


En: La imitación de los modernos (Tipografías 2). Buenos Aires: Ediciones La cebra, 2010, pp. 279-94


HÖLDERLIN Y LOS GRIEGOS*


Para que algo ocurra, algo debe partir. La primera figura de la esperanza es el miedo, la primera aparición de lo nuevo es el espanto.

Heiner Müller


I

Cuando Hölderlin empieza a escribir, un espectro todavía atormenta a Europa: la imitación.
En todo caso, el siglo que nació bajo el signo de la querella entre Antiguos y Modernos bien puede terminarse con la Revolución Francesa. El estilo de esta revolución, su gestus y su ethos, es el mismo neoclásico. Es imitado de Roma o de Esparta.
Y en Alemania pensante de la época, en esa Alemania que piensa porque está o se cree en “época” en la historia, pese a todo –pese, confusa e incompletamente, a la Dramaturgia de Hamburgo y al “Sturm und Drang”, a la perspicacia de Diderot y a la filosofía de la historia de Herder, al cosmopolitismo y a la estética de  Moritz– y sobre todo pese a ( o quizá más bien a la causa de) la Crisis abierta de Kant, ese desgarrón o esquizo que nada ni nadie consigue suturar, es en realidad Winckelmann quien todavía domina. Y esta frase de Winckelmann que resume la agonística general donde se consume toda la cultura y donde, como es probable, una nación se priva de nacer: “El único medio que nos queda a nosotros para llegar a ser grandes, e inimitables si ello es posible, es imitar a los Antiguos”.
Gigantesco  doublé bind histórico. Y, por consiguiente, amenaza de psicosis.
De todos modos, en ninguna otra parte de los griegos han sido a tal punto una obsesión.  En la Alemania pensante de los años 1790, las Luces son más bien crepusculares, a causa de la sombra oscura de los griegos sobre un mundo socialmente dividido, rígido y cerrado. Lo Moderno tarda.
Lo que también quiere decir: Alemania tarda.


II

Sin embargo, cuando Hölderlin empieza a escribir se comienza a hablar de aurora, Morgenrot. La vieja palabra de Jakob Böhme circulará mucho; en todo caso lo hará donde las cosas se decidieron en esos diez años de “fin de siglo”, y precisamente donde Hölderlin nunca conseguirá hacerse un lugar. Es decir, en Jena, bajo el control de Weimar.
¿Pero por qué se habla de aurora?
Porque, gracias a Kant y contra él, una solución teórica parece posible para la infranqueable e inmóvil contradicción entre lo Antiguo y lo Moderno: se entrevé el medio para destrabar lo Moderno. O más bien, para transformar lo Moderno y convertirlo en dueño de esos maestros inaccesibles que los griegos, mediante el trabajo y el efecto propios de una torsión  interior a la máquina mimética misma; convertirlo en maestro de dichos maestros. Ya nadie ignora que esta programación teórica de lo Moderno (pero desde entonces lo Moderno siempre será también teórico) que regirá Alemania (y no sólo a ella) hasta Nietzsche y más allá, fue bosquejada por primera vez en los escritos estéticos de Schiller. Por lo demás, profesando a su vez la estética, Hegel no dejará de dar a Schiller  el crédito de haber sido el primero de dar el paso más allá de Kant y de haber reivindicado el cumplimiento especulativo de la verdad, *“incluso antes de que la filosofía haya reconocido su necesidad”
Dicho de otro modo, la solución teórica es la resolución dialéctica. La Auflösung  misma.
El texto fundamental es aquí el triple ensayo Sobre la poesía ingenua y la poesía sentimental*. Sabemos – pues Peter Szondi empezó su análisis- que, para Schiller, en un principio se trataba de regular el problema de relación con Goethe, con el modelo aplastante que a sus ojos Goethe podía representar.
Asunto de rivalidad mimética, desde luego. Y tentativa, necesariamente reflexiva y teorizante, de quebrar el ritmo indefinidamente binario de la ciclotimia identificatoria. Pero el limitado double bind de la relación con Goethe era en este caso idéntico al  double bind general de la relación con los griegos: Goethe ya pasaba por un genio olímpico, cuya figura tenía tanto brillo y una estatura tan imponente como aquella de Homero. En suma, un griego surgido milagrosamente en el árido y artificial Occidente.
¿Pero qué quería decir “un griego” en esa época?
Lo que se podía imaginar y plantear como un  ser de naturaleza, tras los pasos de Winckelmann y de sus variaciones sobre el “cuerpo griego”, y también mediante tal o cual reparto rousseauniano. Es decir, además correlativamente, aquello que los modernos como  seres de cultura ni siquiera podían esperar volver a convertirse, cualquiera sea el poder de su nostalgia, pues como decía Schiller, “en nosotros, la naturaleza ha desaparecido de la humanidad”. De este modo, se consideraba como griego, o “ingenuo”, al poeta que es  naturaleza, que “no hace más que conformarse con la simplicidad de la naturaleza y del sentimiento (…) y que se limita a imitar la realidad”. En cambio, moderno o “sentimental” es el poeta que  busca la naturaleza o que la desea, como bajo el llamado de la perdida voz materna, pues el arte en el cual está encerrado comporta esencialmente la disociación, la división, la desolación, contrariamente a la naturaleza que armoniza y unifica ( al hombre con el mundo y al hombre consigo mismo). Estos motivos -o más bien, estas tesis- son bien conocidos.
Sin embargo, lo que en general ha sido menos advertido, y que sin duda fue el gesto decisivo de Schiller, es que en el fondo dichos motivos vienen a traducir históricamente o a “historizar” la definición aristotélica del arte, de la tékhne: “De manera general  -dice en efecto un texto canónico de la  Física-, por un lado, la tékhne cumple lo que la physis es incapaz de efectuar; por otro lado, la imita”. Interpretado en términos históricos, este doble postulado  puede dar el siguiente resultado: el arte, en tanto que imita la naturaleza, es específicamente- y en concordancia con Winckelmann- el arte griego: la mimesis es griega. En cambio, le corresponde a los Modernos cumplir, llevar a cabo o a término, acabar lo que la naturaleza no puede efectuar. Le corresponde a los Modernos, por consiguiente, dar un paso más allá de los griegos y cumplirlos.
Es decir, también rebasarlos o sobrepasarlos.
Un buen número de años más tarde, en términos que también, como Schiller, en línea con el rousseaunismo, Kleist dirá  en su ensayo sobre el  Teatro de marionetas:

El paraíso está cerrado y el Ángel está detrás de nosotros. Debemos rodear el mundo y ver si el paraíso no está abierto, quizá por la puerta trasera… Para regresar al estado de inocencia, debemos comer nuevamente del árbol del conocimiento*

Es  exactamente lo que Schiller había querido decir con sus palabras y que dijo de la siguiente manera:

Hemos sido naturaleza (…) y nuestra cultura debe conducirnos a la naturaleza por la vía de la razón y de la libertad.

Tanto aquí como en otras partes -y también se lo podría mostrar con el ejemplo de Schelling o de Schlegel- este esquema, que es matricialmente el esquema mismo de la dialéctica, se construye sobre el fondo de una relectura, explícita o no, de la mimetología aristotélica. Y además, la operación tiene regularmente u fin o una función catártica. La resolución especulativa es quizá todavía un modo de catarsis. O sea, un buen uso de la mimesis.
Sabemos además que para Schiller la oposición entre lo Ingenuo y lo Sentimental acarreaba una serie de oposiciones, no solamente históricas (Antiguos y Modernos), geográficas (a la Winckelmann: Sur y Norte), o también estéticas (plástica y poesía, epopeya y lirismo), sino propiamente filosóficas. En este caso, tomadas de Kant: intuitivo y especulativo, objetivo y subjetivo, inmediato y mediato, sensible e ideal, finito e infinito, necesario y libre, o para abreviar la lista (pero es toda la metafísica misma la que viene a engranarse ahí), cuerpo y espíritu. Con estricta ortodoxia kantiana, o como dirá Hölderlin, con estricta fidelidad a Kant, estas oposiciones habrían debido permanecer como oposiciones, irreductibles en cuanto tales. Ahora bien, y ello es visible en cada línea del texto de Schiller, toda la demostración sólo se encuadra con el deseo o la voluntad de reunir esas oposiciones y de producir, como dirá Hegel, la reconciliación.
Cito, casi al azar:

En el primero de estos estados, el de la simplicidad natural, donde en tanto unidad armónica, y donde, por consiguiente, la totalidad de su naturaleza se expresa completamente en la realidad, es la imitación más compleja posible de lo real la que debe constituir al poeta. En cambio, en el segundo, el estado de cultura, donde esa cooperación armónica de su naturaleza no es más que una idea, lo que debe constituir al poeta es la elevación de la realidad a ideal, o lo que viene a ser lo mismo, la representación del ideal. Y son precisamente esas las dos únicas maneras posibles en que se puede manifestar el genio poético en su totalidad. Ellas son, como vemos, extremadamente diferentes una de otra, pero hay un concepto superior que las abraza, y no hay que asombrarse que ese concepto se confunda con la idea de humanidad (…) La vía que siguen los poetas modernos es (…) aquella en donde el hombre en general está obligado a comprometerse tanto en sus actividades aisladas como en la totalidad de su persona. La naturaleza lo crea de  acuerdo consigo mismo; el arte lo disocia y divide; por el ideal vuelve a la unidad.

Por supuesto Schiller agrega enseguida que en la medida en que el ideal es infinito y como tal inaccesible, el ser de cultura “nunca puede volverse perfecto en su especie”. Tema del acabamiento asintónico, común a toda época, hasta Hegel pero sin incluirlo: tema común al Fichte de las  Conferencias sobre el destino del sabio (que son prácticamente contemporáneas), al Schlegel del fragmento 116 del  Athenaeum sobre la poesía progresiva (es decir, sobre la poesía romántica) e incluso al Schelling del Sistema del idealismo trascendental. Esto impide que la infinitización también quiera decir absolutización, y efectuación,  Verwirklichung: organización, en sentido estricto. Y por otra parte, cuando intente pensar la ley así “puesta en marcha”, Schiller bosquejará potencialmente el proceso de la lógica dialéctica:

Para el lector que examina las cosas con el rigor de la ciencia, advierto que cuando las dos maneras de sentir [la ingenua y la sentimental, la antigua y la moderna] son pensadas según su concepto más elevado, están relacionadas entre sí, tal como lo están la primera y la tercera categoría; la tercera nos nace siempre de la síntesis entre la primera y su contraria directa. (…) Este restablecimiento se haría mediante el ideal cumplido, en el seno del cual el arte y la naturaleza se encuentran nuevamente. Si pasamos revista de estos tres conceptos en el orden de las categorías, siempre encontraremos en la primera a la naturaleza y a la correspondiente disposición ingenua; en la segunda, siempre encontraremos al arte en tanto abolición de la naturaleza por la libre acción del entendimiento; y, finalmente, en la tercera, al ideal en el cual el arte acabado regresa a la naturaleza.

Si lo sentimental se opone a lo Ingenuo (o lo Moderno a lo Antiguo), también es necesario pensar que lo sentimental (lo Moderno) estas siempre más allá de sí mismo – no en sí*– fuera de sí; la transgresión interna que suprime y mantiene                                                                                                              a la vez la oposición o la contradicción que le dio nacimiento. Lo Sentimental  aufhebt – supera– la oposición entre lo Ingenuo y lo Sentimental, entre lo Antiguo y lo Moderno.

                                                    
                                                      III

Por cierto Hölderlin no se equivocará mucho en esto. En la época en que todavía se carteaba con Schiller, no dejaba de remitirlo a la imagen de este triunfo indiscutible. Schiller anunciaba la posibilidad efectiva de un arte moderno:

Para descontento de mí mismo y de lo que me rodea me lancé a la abstracción. Por mi parte intento desarrollar la idea de un progreso infinito de la filosofía; intento probar lo que debemos exigirle sin cesara todo sistema, la unión del sujeto y del objeto en un Yo absoluto (o cual sea el nombre que le demos) sin duda es posible en el plano estético, en la intuición intelectual.
Pero en el plano teórico sólo es posible por la vía de una aproximación infinita…

Y este será, en efecto, el marco rígido, estricto, que Hölderlin no podrá o no se atreverá a transgredir durante todos los primeros años en que comienza a escribir. Por sumisión mimética, nuevamente. Pero más grave esta vez, y prácticamente hasta el impasse en la medida en que está redoblada: la necesidad que gobierna en la agonística dicta que Schiller haya sido desesperadamente más inaccesible para Hölderlin, de lo que Goethe fue para Schiller.
Serían necesarios  largos análisis para dar prueba y precisar con exactitud la formación de esta dependencia u obediencia teórica frente a Schiller. Por lo demás, ella no es sencilla: no es lisa y llanamente una dependencia. Ella no impide, por ejemplo, un trabajo más rigurosamente filosófico (pienso en la crítica de Fichte, que influirá de manera tan decisiva en el recorrido de Schelling, y que tendrá consecuencias semejantes en la construcción del Idealismo especulativo). Ella tampoco impide una elaboración poetológica (sobre todo, una teoría de los géneros) más estricta y, en lo que quedó de ella, más sistemática que todo lo que podemos encontrar de análogo en Schiller. Pero es asimismo una dependencia. Ya sabemos que suficientemente fuerte como para haber puesto trabas durante mucho tiempo al trabajo teórico de Hölderlin, si no definitivamente. Y no sólo a su trabajo teórico.
Tampoco es falso decir que hasta cerca de los años 1800-1801- hasta el fracaso y el abandono de esa “tragedia moderna” que debía ser el Empédocles- Hölderlin permanece, salvo en algunos aspectos (y aun cuando en él los griegos no sean una cuestión), fiel en general a la visión schilleriana (y winckelmanniana) de los griegos y a la filosofía de la historia que la estructura o de la cual deriva.
Las cosas comenzaron a cambiar- se abre paso una intuición inédita de los griegos, se perfila un pensamiento diferente de la historia- cuando Hölderlin, obstinándose en el proyecto de escribir una “tragedia moderna”, concluya del fracaso de su  Empédocles que es preciso o que  queda por traducir a Sófocles. Por consiguiente, las cosas comenzaron a cambiar cuando Hölderlin se enfrenta, con un solo y mismo gesto, a la problemática del teatro (¿es posible la tragedia?) y a la experiencia de la traducción (¿nos hablan los griegos todavía? ¿y podemos hacerlos hablar?). Otra manera, pero siempre más rigurosa, de recorrer el terreno de la  mimesis.
En la medida, completamente precaria, en que dicha inflexión es localizable, podemos considerar que es a partir del viaje a Burdeos, en ese mediodía de Francia o de esa “Provenza” extrañamente identificada con Grecia- breve exilio y retorno catastrófico- que se decide el último pensamiento de Hölderlin sobre los griegos.
Eso se sostiene, al menos en lo referido al discurso (pero los poemas, como lo advertía Benjamin, no dicen nada diferente), en ciertas cartas- a su amigo Böhlendorf, a su editor- y en las enigmáticas, elípticas  Anotaciones sobre la traducción de Sófocles. Quizá también en algunos comentarios  de Píndaro, no menos elípticos.
¿Qué podemos descifrar ahí, pese a su dificultad casi inabordable
                                  
                                                  
                                                    IV

Detrás de una temática todavía ampliamente tributaria e Winckelmann y de Schiller (aún cuando Hölderlin construye categorías nuevas), hay algo que es perfectamente inaudito para la época: a saber, que Grecia como tal, Grecia  misma, no existe. Ella es la menos doble, dividida; en última instancia está desgarrada. Y que lo que de ella conocemos, que es quizá lo que fue o lo que de ella se manifestó, no es lo que realmente era, y lo que era, en cambio, quizá nunca apareció. Asimismo, correlativamente, el Occidente moderno- lo que Hölderlin nunca identifica tan sencillamente con Alemania, sino que denomina, en términos más generales, Hesperia- todavía no existe, o todavía es sólo aquello que no es.
Es cierto que Schiller ya había tenido la sospecha de este pliegue interno en cada una de las zonas álgidas de la historia, por ejemplo cuando se le ocurrió que Goethe sólo podía ser pensado como “ingenuo” en el ámbito mismo de lo Sentimental. Dicho de otro modo, el reparto entre lo natural y lo cultural (o entre lo cultural y lo artístico-artificial) que articulaba la diferencia entre lo Antiguo y lo Moderno, podía replegarse sobre sí mismo y venir a atravesar cada uno de los términos que permitía disociar. Pero esta era una sospecha. En Hölderlin, en cambio, es la evidencia fundamental. O si lo prefieren, de la tensión que Aristóteles introducía en la tékhne y que Schiller –con o sin saberlo- traducía históricamente, Hölderlin hizo la esencia misma de cada cultura.
Esta tensión es enfocada según las categorías de lo propio y lo impropio, de lo “nacional” (natal o nativo, que es la interpretación más rigurosa de lo Ingenuo schilleriano) y lo extranjero. Pero una ley firme –un destino- la rige: toda cultura (toda nación o pueblo, es decir, toda comunidad de lengua y de memoria) sólo puede apropiarse como tal, volver a sí misma –o antes bien, volverse sí misma, alcanzarse e instalarse- con la condición de haber hecho antes la prueba de su alteridad y de su extrañeza. A condición de haberse despropiado inicialmente. Esto significa que la despropiación (la diferencia) es original, y la apropiación –y si ella puede tener lugar- es, como dirá Hegel, su “resultado”. Exceptuando esta cuestión (¿puede ocurrir la apropiación como tal?), vemos hasta qué punto una lógica como esta se asemeja, hasta confundirse, con la Lógica misma, es decir, con la lógica tan singular de Hölderlin se pliegue, sin más, al procedimiento dialéctico.
Es que, de hecho, la diferenciación de origen, el extrañamiento o el destierro –lo Unheimlichkeit en sentido estricto- es probablemente irreversible. E todo caso, y Hölderlin no deja de repetirlo, el movimiento de la apropiación es lo que hay de más difícil y arriesgado. Así, la primera de las dos cartas a Böhlendorf especifica que “lo propio debe ser aprendido tanto como lo extranjero”. Pero para agregar casi enseguida que “el libre uso de lo propio es lo más difícil”
El destino griego da justamente en primer ejemplo de ello.
Los griegos, tal como Hölderlin los imagina, son nativamente místicos: en sus términos, el “pathos sagrado” les es innato, su elemento propio es el “fuego del cielo”. Detrás de la medida y la virtuosidad, la habilidad del arte griego, Hölderlin ve una Grecia salvaje, presa de lo divino y del mundo de los muertos, sometida a la efusión dionisiaca o a la fulguración apolínea (que Hölderlin no distingue entre sí), entusiasta y sombría, negra, por ser demasiado brillante y solar. Una Grecia oriental, si se quiere, siempre tentada en dirección a lo que denomina lo aórgico, para distinguirlo de lo orgánico. Con más violencia que Friedrich Schlegel, la Grecia que Hölderlin inventa es en el fondo la que no dejará de atormentar al imaginario alemán hasta nuestros días, y que en cada caso atravesará el conjunto del texto filosófico desde Hegel a Heidegger, pasando por Nietzsche. Por otra parte, si se traducen filosóficamente las categorías utilizadas o forjadas por Hölderlin –lo que siempre es posible y necesario, aunque no suficiente-, habría que decir que lo propio de los griegos es la especulación misma, es decir, la transgresión de ese límite que Hölderlin piensa, a través de Kant, como el límite asignado a la Razón humana, no obstante condenada a la “pulsión metafísica”. La transgresión de la finitud. Y al mismo tiempo se podría entender, en un solo movimiento, porqué una tragedia moderna no era susceptible de ser edificada sobre Empédocles, ese héroe místico y deseante de fusión con el Uno-todo, y porqué una fidelidad sorda a Kant, el “Moisés de nuestra nación” como Hölderlin le escribía a Hegel, es lo que siempre paralizó la tentación especulativa –que la impidió y pervirtió- abriendo la posibilidad de “otro pensamiento”. Es lo que creo preciso decir para hacer justicia a la lectura heideggeriana, en su intención  filosófica esencial (lo que no significa necesariamente, por ejemplo, su intención política).
La Grecia así descubierta por Hölderlin es, en resumidas cuentas, la Grecia trágica. Siempre que la esencia de lo trágico, dicen las  Anotaciones, sea ese monstruoso acoplamiento del dios y del hombre, ese limitado devenir–uno y esa transgresión (hybris) del límite, que la tragedia tiene precisamente la función de purificar, en un lejano eco de Aristóteles.
La tragedia, es decir, el arte trágico. O sea, eso en que los griegos debieron esforzarse, conforme a la ley recién enunciada, como si les fuera extranjero y por lo cual debían pasar si querían tener alguna oportunidad de apropiación de lo que se les ofrecía como propio. No sólo era parte de su destino el apartarse del cielo, y con total fiel infidelidad, olvidar lo divino que inmediatamente les era demasiado cercano, sino también, organizar esta vida desde entonces sobria y desembriagada y mantenerla en una justa medida. De ahí que hayan edificado un “imperio del arte” y que se descartan tanto en el heroísmo de la reflexión y el calmo vigor (la fuerte ternura, dice Hölderlin, pensando en el “cuerpo atlético” descrito por Winckelmann), como en lo que el rigor técnico (la mekhane) de su poesía permite denominar la “claridad de la exposición”:

Los griegos –dice la primera carta a Böhlendorf–  son menos maestros en el pathos sagrado, ya que les era innato; por el contrario, desde Homero sobresalen en el don de la exposición, ya que este hombre extraordinario tenía suficiente alma para capturar la  sobriedad junoniana y occidental en beneficio de su imperio de Apolo, apropiándose así verdaderamente del elemento extranjero.

Lo Ingenuo griego es por consiguiente una adquisición; y no es nada que se pueda relacionar de manera cualquiera con lo natural.
Pero esta adquisición fue además lo que causó la pérdida de los griegos. Un bosquejo poético casi contemporáneo de los textos a los cuales hice alusión dice que en los griegos (precisamente  causa de su dominio artístico) “lo nativo (o  lo natal) no funcionó” y que “Grecia, belleza suprema, se hundió”. Algo detuvo entonces al pueblo griego en su movimiento de apropiación. Algo difícilmente asignable, pero donde quizá se esconde lo que Heidegger pensó como la ley de la  Ent-fernung, del des-alejamiento: la aproximación de lo lejano que no obstante se mantiene como alejamiento de lo próximo. O lo que aquí podría ser pensado como la ley de la (des)propiación.
Quizá es necesario relacionar esto con lo que Hölderlin llama, a propósito de Edipo rey y con una palabra que no está tomada de Kant por azar, el “desvío categórico” de lo divino: “desde que el padre -dice la elegía Brot und Wein- desvió su rostro de los hombres y que el duelo, con razón, comenzó sobre la tierra”. Cuando los griegos en el momento trágico que fue el momento de su “catástrofe”, se olvidaron a sí mismos al olvidar al dios –momento propio de la censura, de la articulación abiertísima o en hiato desde donde se organiza la tragedia sofoclea, pero que quizá (des)articula además la historia misma-, lo divino, probablemente, olvidadizo e infiel, pero apropiándose como tal en su mismo alejamiento (es esencial al dios estar des-alejado) y forzando al hombre a volverse hacia la tierra.
                                                       

                                                      V

Pues esta es la suerte del hombre occidental de la catástrofe griega. Anotaciones sobre la Antígona:

Para nosotros, puesto que estamos sometidos al Zeus propiamente tal, que no sólo erige un límite entre esta tierra y el mundo salvaje de los muertos, sino que fuerza el curso de la naturaleza eternamente hostil al hombre, en su camino al otro mundo, de manera más decidida hacia la tierra, y dado que esto transforma grandemente las representaciones esenciales y patrióticas, y nuestra poesía debe ser patriótica, de manera que sus materiales sean escogidos según nuestra visión del mundo y que sus representaciones griegas se diferencian en la medida en que su tendencia capital es la de poder contenerse (pues en ello radicaba su debilidad), mientras que, por el contrario, la tendencia principal en los modos de representación de nuestro tiempo es poder dar con algo, tener una destinación, puesto que la ausencia de destino, lo dysmoron es nuestra debilidad.

Por eso Hölderlin puede decir que lo Moderno –lo Hespérico o lo Occidental- es lo inverso de lo Antiguo, de lo Oriental. Lo que no es propio es la sobriedad, la claridad en la exposición, porque nuestro reino es el del al finitud. También es el reino de la muerte lenta, si se piensa en lo que necesariamente debe ser lo trágico moderno (“Pues ahí reside lo trágico para nosotros, que abandonamos calmadamente el mundo de los vivos (…) y no que, consumidos en las llamas, expiamos la llama que no hemos sabido dominar”); o bien, “el vagabundeo en lo impensable”, según el estilo del Edipo en Colono  o del final de Antígona. El desamparo y la locura, no la muerte brutal, física; el espíritu es afectado, no el cuerpo.
Pero esto propio, incluso si escaparse a una catástrofe trágica, todavía es lo más lejano para nosotros, lo más próximo-lejano. En lo que sobresalimos, por el contrario, es en el “pathos sagrado”, el deseo de infinito y la transgresión mística: lo Sentimental, en el sentido más fuerte que da Schiller a esta palabra, o la especulación, en el sentido del Idealismo. Pero igualmente la Poesía subjetiva, en el sentido de los Románticos.
Esta es la razón por la cual si es necesario hacer la experiencia de este elemento extranjero (ir a Burdeos, por ejemplo, atravesar Francia, “victima de la incertidumbre patriótica y del hambre”), nada de lo que es accesible de los griegos –nada de su arte- nos puede servir de ayuda. En la medida en que nunca se apropiaron de lo que tenían como propio, nada del ser griego podría ser recuperado; está irreversiblemente escondido, perdido, olvidado. Lo propio de los griegos es inimitable porque nunca tuvo lugar. A lo sumo es posible entreverlo o, en última instancia, deducirlo de su contrario, el arte. Y luego introducirlo, después [aprés coup], en dicho arte.de ahí el trabajo de  traducción (y pienso muy particularmente en la traducción de Antígona, concebida como la más griega de las tragedias de Sófocles), que consiste en hacer decir al texto griego lo que no dejaba de decir pero sin nunca decirlo. Que consiste en repetir lo impronunciado en lo proferido mismo por dicho texto.
Pero que el ser-propio de los griegos esté perdido y que por consiguiente sea inimitable (lo que Nietzsche del nacimiento de la tragedia, como se puede ver, nunca entendió), no significa en absoluto que podamos imitar lo que nos queda de los griegos –es decir, su arte-, eso por lo cual ellos, con toda impropiedad o con toda extrañeza respecto a sí mismos, tienden a estar próximos a lo que nos es propio, todavía de manera tan lejana. El arte griego es inimitable  ya que es un arte y la sobriedad que nos indica es o debe ser para nosotros, naturaleza. Nuestra naturaleza (la sobriedad) ya no puede regularse sobre su cultura como tampoco nuestra cultura (el pathos sagrado) puede regularse ya sobre su naturaleza, la cual se efectuó.
En la estructura en quiasmo que configura la historia ya no hay sitio desde entonces, en ninguna parte, para una “imitación de lo Antiguo”. “No nos está permitido –dice siempre la primera carta a Böhlendorf– tener algo  idéntico a los griegos.”
Grecia habrá sido para Hölderlin este inimitable. No por exceso de grandeza sino por falta de propiedad. Grecia habrá sido entonces este vértigo y esta amenaza: un  pueblo, una cultura que se indica y que no deja de indicarse como inaccesible para sí misma. Lo trágico como tal, si es cierto que lo trágico comienza con la rutina de lo imitable y con la desaparición de los modelos.




* Conferencia pronunciada en el coloquio “I Greci: nostri contemporanei?” (Florencia, Abril 1979), en el marco de la 12ª Rassegna internazionale dei teatri stabili.
* Hay traducción al español: Friedrich Schiller,  Sobre Poesía ingenua y Poesía sentimental, Edición de P. Aullón de Haro, Verbum, 1994. (N. de T.)
* Hay traducción al español: Heinrich von Kleist,  Sobre el teatro de marionetas, y otros ensayos de arte y filosofía,  trad. J. Riechmann, Madrid, Hiperión, 1989. (N. de T.)
* La expresión en francés es  le pas en lui, que en este contexto de resistencia al paso promovido por el avance dialéctico, indica que lo sentimental no se encuentra en sí mismo ni consigo mismo, y que en esa misma medida constituye un paso. Se juega evidentemente con el sentido dado por Blanchot, y retomado en la lectura derrideana, a la expresión  pas  (en castellano: “paso” y “no”). (N. del T.)

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